Vandalismo mediático y ejercicio de la libertad
Por Oscar González
Secretario de Relaciones Parlamentarias.
En un intento por establecer un orden jerárquico de nuestros derechos, el que consagra la libertad de expresión podría muy bien encabezar la nómina: este es esencial para luchar por el respeto y promoción de todos los Derechos Humanos ya que, sin la posibilidad de opinar libremente, de denunciar injusticias y clamar por cambios, el hombre estaría condenado a la opresión.
Es por esa razón que desde antiguo la libre expresión ha sido conculcada por gobiernos represores y también limitada o tergiversada tanto por instituciones dogmáticas como por grandes emporios periodísticos, interesados en preservar privilegios, imponer ideologías o frenar transformaciones.
Claro que en un Estado de Derecho democrático aquella libertad fundamental no importa inmunidad para que la honra de cualquier ciudadano –y el derecho a la información de que es titular la sociedad en su conjunto– quede arbitrariamente a merced de quienes cuentan con los medios para expresarse masivamente.
Ya a mediados del siglo XIX, en vibrante correspondencia con Sarmiento, Juan Bautista Alberdi se quejaba de “los vándalos de tinta y papel” que a través de la prensa lo atacaban con el inocultable propósito de batallar contra la organización nacional.
El principal instrumento jurídico regional de Derechos Humanos, la Convención Americana de Derechos Humanos –conocido como Pacto de San José de Costa Rica–, vino a reconocer el derecho a protegerse de los excesos que desnaturalizan la libertad de expresión a través de la figura del derecho de rectificación o de respuesta, usualmente llamado derecho a réplica.
Para ello definió: “Toda persona afectada por informaciones inexactas o agraviantes emitidas en su perjuicio a través de medios de difusión legalmente reglamentados y que se dirijan al público en general, tiene derecho a efectuar por el mismo órgano de difusión su rectificación o respuesta…”
Se trata de un derecho bidimensional, individual y colectivo donde la primera dimensión garantiza la expresión de la visión diferente que puede expresar un afectado por cualquier información errónea, falsa o incompleta y la segunda posibilita que la sociedad toda reciba una información diferente a la que ha sido objeto de réplica o respuesta, accediendo en forma completa a su conocimiento.
Es la garantía, también, de que la dupla libertad de expresión-derecho a la información, propio de toda sociedad democrática, permanezca inescindible.
Interpretar la aplicación de esta norma llevó a nuestros tribunales a una variada jurisprudencia así como innumerables fueron las iniciativas legislativas tendientes a reglamentar su aplicación.
Pero lo que se mantuvo inalterable fue la pertinaz resistencia del poder mediático concentrado a reconocer la aplicabilidad de este derecho.
Del largo itinerario iniciado al resolver en 1988 el famoso caso “Ekmdekjian c/ Neustadt”, en el cual no admitió la vigencia del derecho a réplica establecido en el tratado, sencillamente por no haber sido regulado por el legislador en el derecho interno, la Corte Suprema mutó hasta definir la posición actual, la sana doctrina judicial que establece que este derecho es plenamente operativo, sin necesidad de que se dicte norma reglamentaria alguna.
La enunciación del derecho como ya está y su lograda interpretación judicial son suficientes para garantizar la audición de cualquier voz afectada y para resguardar la democrática responsabilidad de la que son deudores todos los comunicadores masivos.
Por lo tanto hoy en la Argentina, toda persona directamente afectada por una información inexacta o agraviante está legitimada para exponer en el medio que lo aludió, su propia posición.
Es decir que todos los medios de comunicación deben hacer lugar a la rectificación, réplica o respuesta porque, como lo dice Carlos S. Fayt, “la prensa escrita y audiovisual tiene el derecho de publicar, difundir y trasmitir todo lo que considere apropiado y también de no publicar, difundir y transmitir todo cuanto considere inapropiado. Esto no significa reconocer inmunidad a la prensa para difamar, denostar, desacreditar, injuriar, calumniar y deshonrar a una persona”.
Por Oscar González
Secretario de Relaciones Parlamentarias.
En un intento por establecer un orden jerárquico de nuestros derechos, el que consagra la libertad de expresión podría muy bien encabezar la nómina: este es esencial para luchar por el respeto y promoción de todos los Derechos Humanos ya que, sin la posibilidad de opinar libremente, de denunciar injusticias y clamar por cambios, el hombre estaría condenado a la opresión.
Es por esa razón que desde antiguo la libre expresión ha sido conculcada por gobiernos represores y también limitada o tergiversada tanto por instituciones dogmáticas como por grandes emporios periodísticos, interesados en preservar privilegios, imponer ideologías o frenar transformaciones.
Claro que en un Estado de Derecho democrático aquella libertad fundamental no importa inmunidad para que la honra de cualquier ciudadano –y el derecho a la información de que es titular la sociedad en su conjunto– quede arbitrariamente a merced de quienes cuentan con los medios para expresarse masivamente.
Ya a mediados del siglo XIX, en vibrante correspondencia con Sarmiento, Juan Bautista Alberdi se quejaba de “los vándalos de tinta y papel” que a través de la prensa lo atacaban con el inocultable propósito de batallar contra la organización nacional.
El principal instrumento jurídico regional de Derechos Humanos, la Convención Americana de Derechos Humanos –conocido como Pacto de San José de Costa Rica–, vino a reconocer el derecho a protegerse de los excesos que desnaturalizan la libertad de expresión a través de la figura del derecho de rectificación o de respuesta, usualmente llamado derecho a réplica.
Para ello definió: “Toda persona afectada por informaciones inexactas o agraviantes emitidas en su perjuicio a través de medios de difusión legalmente reglamentados y que se dirijan al público en general, tiene derecho a efectuar por el mismo órgano de difusión su rectificación o respuesta…”
Se trata de un derecho bidimensional, individual y colectivo donde la primera dimensión garantiza la expresión de la visión diferente que puede expresar un afectado por cualquier información errónea, falsa o incompleta y la segunda posibilita que la sociedad toda reciba una información diferente a la que ha sido objeto de réplica o respuesta, accediendo en forma completa a su conocimiento.
Es la garantía, también, de que la dupla libertad de expresión-derecho a la información, propio de toda sociedad democrática, permanezca inescindible.
Interpretar la aplicación de esta norma llevó a nuestros tribunales a una variada jurisprudencia así como innumerables fueron las iniciativas legislativas tendientes a reglamentar su aplicación.
Pero lo que se mantuvo inalterable fue la pertinaz resistencia del poder mediático concentrado a reconocer la aplicabilidad de este derecho.
Del largo itinerario iniciado al resolver en 1988 el famoso caso “Ekmdekjian c/ Neustadt”, en el cual no admitió la vigencia del derecho a réplica establecido en el tratado, sencillamente por no haber sido regulado por el legislador en el derecho interno, la Corte Suprema mutó hasta definir la posición actual, la sana doctrina judicial que establece que este derecho es plenamente operativo, sin necesidad de que se dicte norma reglamentaria alguna.
La enunciación del derecho como ya está y su lograda interpretación judicial son suficientes para garantizar la audición de cualquier voz afectada y para resguardar la democrática responsabilidad de la que son deudores todos los comunicadores masivos.
Por lo tanto hoy en la Argentina, toda persona directamente afectada por una información inexacta o agraviante está legitimada para exponer en el medio que lo aludió, su propia posición.
Es decir que todos los medios de comunicación deben hacer lugar a la rectificación, réplica o respuesta porque, como lo dice Carlos S. Fayt, “la prensa escrita y audiovisual tiene el derecho de publicar, difundir y trasmitir todo lo que considere apropiado y también de no publicar, difundir y transmitir todo cuanto considere inapropiado. Esto no significa reconocer inmunidad a la prensa para difamar, denostar, desacreditar, injuriar, calumniar y deshonrar a una persona”.
Publicado por Tiempo Argentino, el 15 de Enero de 2012