viernes, 18 de febrero de 2011

TRABAJO RURAL

La renta agraria por las nubes y los trabajadores rurales por el piso

Hasta tal punto rigió la concepción de que los trabajadores son parte del feudo, por todo el tiempo que el patrón disponga, que el otro sector excluido de derechos laborales fundamentales es el personal de casas de familia.

Tiempo Argentino


Oscar González
Secretario de Relaciones Parlamentarias del gobierno nacional.


En 1942 Alfredo Palacios logra que el Senado apruebe su iniciativa, estableciendo que el trabajo de los cosechadores temporarios sea controlado por los departamentos de Trabajo de cada provincia, que el transporte de los mismos sea en “coches higiénicos”, que la vivienda provista sea “adecuada” y que los peones tengan obligatoriamente “atención médica y farmacéutica”, al tiempo que prohíbe el pago de los salarios en especies y obliga a hacerlo en moneda de curso legal. Diez años después, en 1952, la película Las aguas bajan turbias, basada en una novela del escritor comunista Alfredo Varela, dirigida y protagonizada por el realizador peronista Hugo del Carril, impacta en la opinión pública de la época, al mostrar descarnadamente las condiciones del trabajo esclavo en los yerbatales del Alto Paraná.
Más de medio siglo después, el develamiento de que la transnacional Nidera mantenía en condiciones de servidumbre a 133 trabajadores reclutados en Santiago del Estero muestra que la asombrosa modernización capitalista del campo argentino no modificó sustancialmente la actitud de las grandes empresas del sector en lo que se refiere al respeto a la legislación laboral y los Derechos Humanos. El trabajo agrario ha sido y es, más que ningún otro sector, una ignominia, privado de la mayoría de las garantías y los derechos que protegen al resto de los trabajadores. La norma que lo rige, el Decreto-Ley 22.248, elaborada durante la dictadura de Jorge Rafael Videla, firmada por los generales Llamil Reston y Albano Harguindeguy y sus cómplices civiles Alberto Rodríguez Varela, Jorge A. Fraga, Juan R. Llerena Amadeo y José A. Martínez de Hoz, aún increíblemente vigente, excluye expresamente a los trabajadores rurales de la Ley de Contrato de Trabajo, con lo cual el sector carece, entre otras cosas, de jornada limitada, licencias justas, indemnizaciones razonables y de la posibilidad de concertar convenciones colectivas.
La ley videlista dispone la máxima desprotección a los denominados “Trabajadores Agrarios No Permanentes”, categoría promiscua que incluye, tanto a trabajadores temporarios como a eventuales y transitorios, pese a que se trata de tres modalidades laborales distintas por sus objetivos y por su forma de prestación. Para ellos ni siquiera rige la prohibición del despido arbitrario que, desde hace más de media centuria, garantiza el artículo 14 bis de la Constitución y varios convenios de la Organización Internacional del Trabajo.
¿Por qué la ley no otorga a los empleados rurales iguales derechos que al resto de los trabajadores? El destacado magistrado del fuero laboral Rodolfo Capón Filas, analizando el tema en su Régimen Laboral Agrario, enseña: “No podemos olvidar la realidad: la decisión normativa depende de la situación de fuerzas sociales existentes en el momento en que se toma.
Siendo la política un reparto de poderes e influencia y la norma jurídica su formalización, la respuesta debe encontrarse en la situación social imperante al momento de la toma de decisión. Los subsectores laborales excluidos de la Ley de Contrato de Trabajo –peones rurales y empleadas domésticas– son, precisamente, los que acusan baja tasa de sindicalización o escasa movilización. Su falta de fuerza se traduce en mayores poderes entregados al empleador.” Ello fue aplicado por la dictadura cívico- militar iniciada en 1976, la que consideró, como hoy los dirigentes de la Mesa de Enlace, que los trabajadores rurales son virtual patrimonio privado de los patrones, mano de obra cautiva a la que hay que preservar de las conquistas alcanzadas por los demás empleados, eternizando una relación paternalista y autoritaria para mantenerlos en la pasividad y privados de derechos. Para colmo, la tercerización de las contrataciones –pooles de siembras y empresas arrendadoras mediante– conforma a menudo una maraña difícil de desentrañar que les sirve a las patronales para evadir responsabilidades.
Hasta tal punto rigió la concepción de que los trabajadores son parte del feudo, por todo el tiempo que el patrón dispusiera, que el otro sector excluido de derechos laborales fundamentales es el personal de casas de familia. No en vano hoy, a propósito del debate sobre los proyectos de reforma de la ley de trabajo rural, las patronales agrarias han defendido esta odiosa excepcionalidad, alegando que sus peones, al igual que las empleadas domésticas, son “como de la familia”, que muchos de ellos “comen en los mismos lugares que los propietarios” y otros conceptos aun más retrógrados. Alegan la naturaleza particular que tendrían las tareas rurales para justificar las jornadas excesivas, el trabajo en domingos y feriados sin compensación y la inconveniencia –para ellos– de acordar convenciones colectivas, entre otras privaciones de derechos del que gozan los demás asalariados.
Por otra parte, el ingreso masivo del capital financiero y la aplicación de la innovación tecnológica al agro, no sólo no ha mejorado las inhumanas condiciones de trabajo, sino que las ha generalizado a los contingentes laborales de que se vale para maximizar su rédito empresario.
El caso Nidera se inscribe en el debate –aún tímido– abierto a partir de la existencia del proyecto de ley de Nuevo Régimen de Trabajo Agrario, derogatorio de la ley de la dictadura, enviado al Congreso por el Ejecutivo y que beneficiará a 1,3 millones de trabajadores, dos tercios de los cuales están –como se expresa comúnmente– “en negro” y por lo tanto absolutamente desamparados. La iniciativa pone fin a la categoría de “trabajadores agrarios no permanentes” de la ley dictatorial al fijar tres modalidades contractuales: permanente de prestación continua (quienes trabajan de lunes a viernes), temporario (los que lo hacen por períodos estacionales) y permanente discontinuo (aquellos que trabajan de forma eventual).
El texto del proyecto establece la jornada laboral de 8 horas diarias o 48 semanales para los trabajadores rurales de todo el país, desde el lunes hasta el mediodía del sábado, sin excepciones. También regula el pago de horas extras: 50% por encima de los máximos diarios y semanales establecidos y el doble los sábados después de las 13, los domingos y los feriados. Equipara así al trabajador rural con el resto de los trabajadores, acabando con el estado de marginalidad y discriminación en el que, hasta ahora, están sumidos.
Uno de los puntos del proyecto más resistidos es la creación del Registro Nacional de Trabajadores y Empleadores Agrarios, en el ámbito del Ministerio de Trabajo, que absorberá al Registro Nacional de Trabajadores Rurales y Empleadores (Renatre), organismo autárquico controlado por las cuatro organizaciones de la Mesa de Enlace y por el sindicato UATRE, que tiene a su cargo el registro de las empresas y los trabajadores del sector.
Esta entidad, donde se lucen la patronal agropecuaria y su estrecho aliado, el sindicalista Gerónimo “Momo” Venegas, no tuvo participación en ninguna denuncia por las condiciones infrahumanas a que son sistemáticamente sometidos los trabajadores rurales.
Sobrevendrá probablemente un duro debate parlamentario. En la discusión sobre la necesidad de mejorar salarios y ampliar derechos o mantener todo como está, se pondrá a prueba el interés que representa cada sector. Desde el gobierno, felizmente, se continúa privilegiando la reparación social por encima de cualquier otra cosa.

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