El envilecimiento de la política
Por Oscar González
No hay ni habrá renovación de la política si partidos y dirigentes no somos capaces de motivar la voluntad de protagonismo y movilización social.
La investigación judicial que determinará si hubo delito en la complicidad del gobierno porteño y la empresa que planificó la campaña de Mauricio Macri en la instrumentación del mentiroso operativo contra el candidato del Frente para la Victoria, renueva el debate sobre cuáles son los límites éticos de los métodos de captación electoral.Se trata de una grieta que permite asomarse y conocer los vínculos entre determinadas prácticas y el modo como se entiende la política y la gestión pública. El nombramiento del Fino Palacios al frente de la Policía Metropolitana, el desmantelamiento de las políticas sociales en la Ciudad de Buenos Aires o el desprecio por el inmigrante, tienen la misma matriz política e ideológica que las canalladas destinadas a erosionar al adversario electoral.
La crisis de las representaciones políticas, un fenómeno mundial que en la Argentina tuvo un formato peculiar que estalló a fines de 2001, trajo, además del descrédito generalizado de partidos y dirigentes, un vasto aunque impreciso reclamo de renovación de la política y de sus prácticas, que la sociedad percibía como destinadas a satisfacer intereses personales y de sector antes que al bien común. Aquí, como en otras partes, la bancarrota de la política como promesa y proyecto extremó las teorías posmodernas del fin de los grandes relatos que postula que para capturar votos no se necesitan proyectos ni programas ni fervor militante sino técnicas de marketing adecuadas, cuyo vehículo principal es la televisión ya que la imagen lo es todo. Vale más, entonces, que el candidato luzca la corbata adecuada, los ademanes y gestos efectistas y la repetición de frases cortas y contundentes, sin que importen demasiado los contenidos.
Este manual de técnicas publicitarias provenientes del campo de la comercialización y el consumo demostraron su eficacia en determinados contextos, al compás de un creciente decaimiento de la participación política de los ciudadanos. La drástica irrupción del neoliberalismo como sistema hegemónico mundial en los 90 fue el caldo de cultivo de este vaciamiento de la política, y en los centros de poder ya no le importaba a nadie que un presidente se dedique a jugar al golf y a fotografiarse en las revistas de moda sino quién era su ministro de Economía y qué objetivos le asignaba al Banco Central. Puesto que el comando central de los principales asuntos estaba fuera del gobierno, bastaba que los equipos de gestión se plegaran al mandato de los poderosos en un connubio que enriquecía a ambos. Entonces, toda promesa electoral era quebrantada, al igual que los pactos entre gobernantes y gobernados.
A propósito del triunfo macrista en la primera vuelta de las elecciones porteñas, varios análisis señalaron que el estado de bienestar económico habría influido decisivamente en el ánimo del electorado. El distrito de más alto ingreso y que concentra proporcionalmente la mayor riqueza del país se ve beneficiado por añadidura con el aumento sustancial del consumo derivado de las políticas activas que aplica el gobierno nacional. Semejante contexto habría sepultado el reclamo de participación expresado por esta misma ciudad en 2001, reemplazado por la continuidad y el desentendimiento de quién y cómo gobierna. Se trata de predominancias, claro está, porque toda elección es un entrecruzamiento de voluntades e intereses diversos que solo pueden homogeneizarse en los resultados. Visto de este modo, se trata de una victoria del apoliticismo, metaforizado por la imagen de Macri bailando debajo de los globos amarillos.
Pero la frivolidad y la vacuidad política no hiere ningún principio ético ni la legitimidad de los votos obtenidos. La escena macrista hasta podría ser comparada con una típica fiesta de fin de curso de un selecto colegio privado, si no fuera que una investigación judicial irreprochable desplazó el telón del inocente jolgorio para mostrar, como en el nombramiento del ex comisario Palacios y las escuchas ilegales, la falta de escrúpulos éticos y morales de quienes gobiernan la ciudad. Por su visibilidad y por tratarse de una práctica de orden público, la política ha sido siempre un ámbito en que la violación de los principios de honestidad y transparencia ha estado en la picota. Según los tiempos y los contextos, muchas veces se ha beneficiado con la vista gorda de grandes masas de electores. Pero lo que no se ha advertido con claridad es hasta qué punto esas conductas han dinamitando las bases de su credibilidad. De hecho, la década menemista dejó como herencia el rechazo visceral a dirigentes y partidos, y hubo que esperar hasta la recuperación iniciada en 2003 para que la política se reencontrase con su contenido de utopía y promesa, incentivando la participación de vastos sectores sociales, notablemente los jóvenes.
No hay ni habrá renovación de la política si partidos y dirigentes no somos capaces de motivar la voluntad de protagonismo y movilización social. Como tampoco la habrá si la transparencia de propósitos y fines no rigen sus actos. Porque si el propósito de sobrevivencia de un gobierno lleva a romper las reglas éticas y jurídicas, si no hay principios en sus métodos, la política es, otra vez, una práctica envilecida que, más tarde o más temprano profundizará el descreimiento popular. Justo lo que le conviene a quienes quieren una sociedad sin capacidad crítica, desentendida de su propio destino.
Publicado por La Polìtica Online, el 25 de julio de 2011.
Por Oscar González
No hay ni habrá renovación de la política si partidos y dirigentes no somos capaces de motivar la voluntad de protagonismo y movilización social.
La investigación judicial que determinará si hubo delito en la complicidad del gobierno porteño y la empresa que planificó la campaña de Mauricio Macri en la instrumentación del mentiroso operativo contra el candidato del Frente para la Victoria, renueva el debate sobre cuáles son los límites éticos de los métodos de captación electoral.Se trata de una grieta que permite asomarse y conocer los vínculos entre determinadas prácticas y el modo como se entiende la política y la gestión pública. El nombramiento del Fino Palacios al frente de la Policía Metropolitana, el desmantelamiento de las políticas sociales en la Ciudad de Buenos Aires o el desprecio por el inmigrante, tienen la misma matriz política e ideológica que las canalladas destinadas a erosionar al adversario electoral.
La crisis de las representaciones políticas, un fenómeno mundial que en la Argentina tuvo un formato peculiar que estalló a fines de 2001, trajo, además del descrédito generalizado de partidos y dirigentes, un vasto aunque impreciso reclamo de renovación de la política y de sus prácticas, que la sociedad percibía como destinadas a satisfacer intereses personales y de sector antes que al bien común. Aquí, como en otras partes, la bancarrota de la política como promesa y proyecto extremó las teorías posmodernas del fin de los grandes relatos que postula que para capturar votos no se necesitan proyectos ni programas ni fervor militante sino técnicas de marketing adecuadas, cuyo vehículo principal es la televisión ya que la imagen lo es todo. Vale más, entonces, que el candidato luzca la corbata adecuada, los ademanes y gestos efectistas y la repetición de frases cortas y contundentes, sin que importen demasiado los contenidos.
Este manual de técnicas publicitarias provenientes del campo de la comercialización y el consumo demostraron su eficacia en determinados contextos, al compás de un creciente decaimiento de la participación política de los ciudadanos. La drástica irrupción del neoliberalismo como sistema hegemónico mundial en los 90 fue el caldo de cultivo de este vaciamiento de la política, y en los centros de poder ya no le importaba a nadie que un presidente se dedique a jugar al golf y a fotografiarse en las revistas de moda sino quién era su ministro de Economía y qué objetivos le asignaba al Banco Central. Puesto que el comando central de los principales asuntos estaba fuera del gobierno, bastaba que los equipos de gestión se plegaran al mandato de los poderosos en un connubio que enriquecía a ambos. Entonces, toda promesa electoral era quebrantada, al igual que los pactos entre gobernantes y gobernados.
A propósito del triunfo macrista en la primera vuelta de las elecciones porteñas, varios análisis señalaron que el estado de bienestar económico habría influido decisivamente en el ánimo del electorado. El distrito de más alto ingreso y que concentra proporcionalmente la mayor riqueza del país se ve beneficiado por añadidura con el aumento sustancial del consumo derivado de las políticas activas que aplica el gobierno nacional. Semejante contexto habría sepultado el reclamo de participación expresado por esta misma ciudad en 2001, reemplazado por la continuidad y el desentendimiento de quién y cómo gobierna. Se trata de predominancias, claro está, porque toda elección es un entrecruzamiento de voluntades e intereses diversos que solo pueden homogeneizarse en los resultados. Visto de este modo, se trata de una victoria del apoliticismo, metaforizado por la imagen de Macri bailando debajo de los globos amarillos.
Pero la frivolidad y la vacuidad política no hiere ningún principio ético ni la legitimidad de los votos obtenidos. La escena macrista hasta podría ser comparada con una típica fiesta de fin de curso de un selecto colegio privado, si no fuera que una investigación judicial irreprochable desplazó el telón del inocente jolgorio para mostrar, como en el nombramiento del ex comisario Palacios y las escuchas ilegales, la falta de escrúpulos éticos y morales de quienes gobiernan la ciudad. Por su visibilidad y por tratarse de una práctica de orden público, la política ha sido siempre un ámbito en que la violación de los principios de honestidad y transparencia ha estado en la picota. Según los tiempos y los contextos, muchas veces se ha beneficiado con la vista gorda de grandes masas de electores. Pero lo que no se ha advertido con claridad es hasta qué punto esas conductas han dinamitando las bases de su credibilidad. De hecho, la década menemista dejó como herencia el rechazo visceral a dirigentes y partidos, y hubo que esperar hasta la recuperación iniciada en 2003 para que la política se reencontrase con su contenido de utopía y promesa, incentivando la participación de vastos sectores sociales, notablemente los jóvenes.
No hay ni habrá renovación de la política si partidos y dirigentes no somos capaces de motivar la voluntad de protagonismo y movilización social. Como tampoco la habrá si la transparencia de propósitos y fines no rigen sus actos. Porque si el propósito de sobrevivencia de un gobierno lleva a romper las reglas éticas y jurídicas, si no hay principios en sus métodos, la política es, otra vez, una práctica envilecida que, más tarde o más temprano profundizará el descreimiento popular. Justo lo que le conviene a quienes quieren una sociedad sin capacidad crítica, desentendida de su propio destino.
Publicado por La Polìtica Online, el 25 de julio de 2011.