Tiempo Argentino
Por Oscar González, Ex diputado nacional del Partido Socialista. Secretario de Relaciones Parlamentarias del gobierno nacional.
Garzón comenzó a dar curso a los pedidos de investigación del horror en su país formulados por distintos colectivos humanitarios. La furibunda derecha ibérica y la resignación de Madrid lo impidieron brutalmente.
Virtualmente expulsado de su propio país, el juez español Baltasar Garzón sigue peregrinando por el mundo para recibir el reconocimiento internacional por su defensa de los Derechos Humanos. Esta vez el galardón se lo entregó en Estambul, Turquía, el pasado miércoles 15, la fundación Hrant Dink, bautizada con el nombre del periodista asesinado en 2007 por un grupo ultranacionalista que lo acusaba de reconocer la existencia del genocidio de un millón y medio de armenios, tras la Primera Guerra Mundial.
Para los argentinos no es noticia el compromiso del magistrado español: ya hace 15 años sorprendió al mundo al recibir a las víctimas de la dictadura de Videla, y dar curso después a las denuncias contra los genocidas que le presentaran entonces varias organizaciones humanitarias.
Su actividad fue irreprochable: instruyó las causas con minuciosidad, buscó las pruebas, convocó a todos los protagonistas. Por su estrado pasaron desde Adolfo Pérez Esquivel hasta Isabel Perón, desde Julio César Strassera y Ernesto Sabato hasta Hebe de Bonafini, Alfredo Bravo y Juan Gelman. Finalmente, pidió el encarcelamiento de un centenar de jerarcas militares, entre ellos Jorge Rafael Videla, Emilio Eduardo Massera, Leopoldo Fortunato Galtieri, Cristino Nicolaides, Jorge Isaac Anaya, Antonio Domingo Bussi y Carlos Guillermo Suárez Mason.
Garzón aplicó el principio de la jurisdicción universal, según el cual cualquier Estado tiene autoridad para perseguir ante sus propios tribunales a un individuo presuntamente responsable de delitos de lesa humanidad, independientemente de su nacionalidad y la de la víctima, y aunque los hechos hayan sido cometidos en otros países. Este postulado, que data del siglo XVII, propone que no queden impunes los delitos atroces que afectan bienes jurídicos fundamentales y ofenden a la humanidad entera.
La jurisdicción universal es subsidiaria de la nacional y se aplica cuando el acusado no es juzgado en el Estado donde habría cometido los delitos aberrantes. Garzón actuó porque la justicia argentina no lo hizo.
Tardía pero acertadamente, en la Argentina se declaró finalmente la nulidad de las leyes de impunidad y de los indultos, y los tribunales locales están aplicados a hacer lo que eludieron durante 25 años. La lucha de los organismos de Derechos Humanos y de los partidos políticos progresistas y la clara voluntad del actual gobierno nacional hicieron posible que la jurisdicción nacional sea una realidad y los juicios contra los genocidas, en el país, estén en marcha.
España no tuvo la misma suerte. Una amplia amnistía dictada en 1977 y el Pacto de la Moncloa, tan ensalzado hoy aquí por quienes lo consideran poco menos que la panacea de la gobernabilidad, sepultaron la posibilidad de investigar los crímenes del franquismo.
Pero hay hechos más fuertes que el tiempo. Hechos que resurgen aunque se quieran ocultar. La desaparición de 130 mil personas a manos de la dictadura que gobernó España luego de la guerra civil está, justificadamente, entre ellos.
Liberado de tener que tramitar los procesos a militares argentinos, Garzón comenzó a dar curso a los pedidos de investigación del horror pasado en su país, formulados por distintos colectivos humanitarios. La furibunda derecha ibérica –hoy en ascenso– y la increíble resignación de Madrid lo impidieron brutalmente, llegándose al extremo de perseguir al juez, convertirlo en acusado y empujarlo fuera de su cargo.
Cerrado el camino de la jurisdicción española, descendientes de una víctima, patrocinados por el valiente abogado Carlos Slepoy –que representa en Madrid a las víctimas de la dictadura argentina–, acompañados por la Central de Trabajadores Argentinos, la Federación de Sociedades Gallegas y la mayoría de los organismos de Derechos Humanos denunciaron, ante la justicia argentina, el caso de Severino Rivas, alcalde socialista de Castro Rei, en Lugo, fusilado sin juicio ni defensa en 1936 y desaparecido hasta 2005. El primero entre todos los que se sucedieron entre el 17 de julio de 1936, un día antes del alzamiento de Franco, y el 15 de julio de 1977, día de las primeras elecciones democráticas.
La primera resolución judicial argentina rechazó el pedido. El fiscal Federico Delgado y la jueza María Romilda Servini de Cubría mandaron a archivar la causa, argumentando que nada impedía que el caso se juzgara en España. El criterio no fue convalidado por la Cámara Criminal y Correccional Federal, que revocó esa resolución, entendiendo que si efectivamente en España no había juicios, los debería haber acá. Mandó abrir la causa y ordenó la primera medida: preguntar a España si está investigando los crímenes del franquismo. Si las autoridades españolas admiten la verdad, quedará habilitada la jurisdicción universal, y en la Argentina se juzgará el genocidio sucedido durante las décadas en que imperó la dictadura española.
Resultan hoy imprevisibles las consecuencias de las investigaciones por venir. A los fusilamientos extrajudiciales, desapariciones, torturas y detenciones se le sumará también la apropiación de hijos de republicanos por parte de partidarios del régimen, las adulteraciones de identidad y las confiscaciones a mansalva.
El tiempo transcurrido impedirá que la mayoría de los responsables comparezca ante los jueces, pero no que se produzcan variadas modificaciones, entre ellas la de la ley de memoria histórica, para que efectivamente implique una condena total a la dictadura, el agravamiento del delito de apología del franquismo, la posibilidad de una íntegra reparación a las víctimas, entre otras.
Es una satisfacción para todos los argentinos que ese proceso se desarrolle en nuestra tierra, la que eligieron tantos emigrantes –mis padres entre ellos– para huir de la pobreza, y tantos perseguidos políticos para salvar sus vidas. No se trata del azar. El momento histórico que vivimos lo permite. Nuestro país es, como dijo hace unos pocos días Navanethem Pillay, la Alta Comisionada de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, la nación que más está juzgando los delitos de lesa humanidad cometidos durante su dictadura.
Es un orgullo para el movimiento de Derechos Humanos y también para la justicia argentina que desde sus tribunales se combatan todas las formas de barbarie, utilizando el principio de jurisdicción universal, para reafirmar aquello que Cesare Beccaria, el padre del derecho penal liberal, propiciaba en 1764: “La convicción de no encontrar un solo lugar de la tierra donde los crímenes reales sean perdonados debe ser el camino más eficaz para prevenirlos.”