H e r e n c i a s
Por Jorge Rivas*
La vigencia de los derechos humanos es uno de los aspectos en los que el país está avanzando. Y no sólo porque hemos podido remover algunos importantes obstáculos que impedían alcanzar la justicia respecto de los delitos de lesa humanidad cometidos durante la última dictadura cívico militar, sino también porque se escucha un discurso oficial proclive al esclarecimiento de la verdad, que influye sobre la conducta de los otros poderes del Estado y de la sociedad. Mucho es lo que se ha avanzado, pero sería necio negar que es también mucho lo que aún nos falta.
Sin embargo, para que se entienda a fondo hay que poner énfasis en la importancia superlativa que el factor económico desempeñó en la instrumentación del plan sistemático de desaparición y muerte que ejecutó la dictadura. Ese plan sirvió para generar terror y desmovilización en nuestra sociedad, y poder desplegar sin resistencia un programa de optimización de la renta a través de una fabulosa concentración económica. Así se produjo una de las más fuertes exclusiones sociales que se hayan conocido en la historia de nuestro país.
Pero si en los setenta el poder económico concentrado se sirvió de la institución militar para defender sus privilegios, hoy podemos decir que actúa más sutilmente, corrompiendo políticos inescrupulosos o valiéndose de los que incautamente son funcionales a la defensa de sus intereses.
Es decir que arrastramos secuelas de la dictadura que no se agotan en los delitos de lesa humanidad, sino que se traducen en miseria, baja calidad en salud y educación públicas, en cárceles que no son otra cosa que depósitos de pobres, en el abuso policial y otras faltas de garantías, que deben también ser causa de nuestra militancia de hoy en la defensa de los derechos humanos.
Es elemental para ello institucionalizar una fuerza que nos permita construir una sociedad justa. El enemigo no paró de trabajar en el ’83, sino que continuó socavando las instituciones de la democracia, y fue en la década del ’90 que reformó la Carta Magna, elevando al rango constitucional el sistema de partidos políticos y otorgándoles el monopolio de la representación popular.
Paralelamente fue la década del Consenso de Washington, fin de las ideologías y una extraordinaria práctica expulsiva de militantes de los partidos populares, portadores de demandas sociales que sus dirigentes no estaban dispuestos a escuchar, ya que se habían convertido en pulcros técnicos, que bien podrían mimetizarse con cualquier gerente de una multinacional, que sólo estaban dispuestos a administrar eficientemente la miseria de acuerdo a la lógica del dios mercado.
Pues bien, debemos decir que en esta etapa, las cosas algo han cambiado. En parte, gracias a la impronta del gobierno, y también, gracias a la movilización popular. El cambio fundamental se debió a volver a poner a la política en el lugar decisorio, desplazando a la economía, más exactamente al liberalismo económico, del lugar sagrado que había detentado en las últimas décadas. Además, puso en evidencia el agotamiento de las fuerzas tradicionales, las que se han mostrado impotentes para la construcción de un sujeto social, capaz de empujar un programa de avanzada y permitiéndonos, al mismo tiempo, concientizarnos acerca de la necesidad de poner toda nuestra energía militante en la construcción de nuevas y modernas herramientas políticas que transformen la realidad, en un sentido de progreso.
Es decir que nuestra fragmentación, atomización y lo que podríamos denominar cuentapropismo del reclamo –fruto de nuestra insoportable intolerancia y estupidez, de los hombres y mujeres del campo popular con nuestra tendencia a sobreactuar las diferencias, en vez de agruparnos en defensa de intereses comunes para entender que la pluralidad de lo diverso es nuestro principal capital– debemos comprender que es la unidad en la diversidad lo que nos dará la fuerza suficiente para poner en retroceso a las fuerzas de la reacción.
Atravesamos un tiempo en el que luchamos por volver a tornar en derechos lo que el neoliberalismo tornó servicios, a los que sólo acceden los que pueden pagárselo. La salud, la educación, la Justicia y hasta la seguridad fueron, en los ’90, convertidos en objetos suntuarios, a los que podían acceder muy pocos. Y es un enorme legado de más de 30 mil compañeros desaparecidos volver a hacer de cada derecho un motivo de militancia.
Considero que ejercitar la memoria sobre lo ocurrido, en una sociedad peligrosamente desmemoriada, es el único antídoto para evitar que el horror se repita entre nosotros. Por último, creo que hemos dejado atrás un siglo muy rico, en el que se avanzó en importantes declaraciones y sanciones legislativas, que han sido muy útiles para concientizar a la sociedad en la necesidad de universalizar la vigencia de los derechos humanos. Ahora el desafío que tenemos por delante y que va a requerir nuestra energía militante es hacer que todas esas declaraciones se cumplan efectivamente en nuestra realidad cotidiana.
Sabemos que el trabajo es complejo, pero somos optimistas, porque también sabemos, como nos enseñó Gandhi, que la única lucha que se pierde es la que se abandona. Y nosotros no estamos dispuestos a hacerlo. (Revista Veintitrés)
*Dirigente del Partido Socialista - Diputado nacional
Por Jorge Rivas*
La vigencia de los derechos humanos es uno de los aspectos en los que el país está avanzando. Y no sólo porque hemos podido remover algunos importantes obstáculos que impedían alcanzar la justicia respecto de los delitos de lesa humanidad cometidos durante la última dictadura cívico militar, sino también porque se escucha un discurso oficial proclive al esclarecimiento de la verdad, que influye sobre la conducta de los otros poderes del Estado y de la sociedad. Mucho es lo que se ha avanzado, pero sería necio negar que es también mucho lo que aún nos falta.
Sin embargo, para que se entienda a fondo hay que poner énfasis en la importancia superlativa que el factor económico desempeñó en la instrumentación del plan sistemático de desaparición y muerte que ejecutó la dictadura. Ese plan sirvió para generar terror y desmovilización en nuestra sociedad, y poder desplegar sin resistencia un programa de optimización de la renta a través de una fabulosa concentración económica. Así se produjo una de las más fuertes exclusiones sociales que se hayan conocido en la historia de nuestro país.
Pero si en los setenta el poder económico concentrado se sirvió de la institución militar para defender sus privilegios, hoy podemos decir que actúa más sutilmente, corrompiendo políticos inescrupulosos o valiéndose de los que incautamente son funcionales a la defensa de sus intereses.
Es decir que arrastramos secuelas de la dictadura que no se agotan en los delitos de lesa humanidad, sino que se traducen en miseria, baja calidad en salud y educación públicas, en cárceles que no son otra cosa que depósitos de pobres, en el abuso policial y otras faltas de garantías, que deben también ser causa de nuestra militancia de hoy en la defensa de los derechos humanos.
Es elemental para ello institucionalizar una fuerza que nos permita construir una sociedad justa. El enemigo no paró de trabajar en el ’83, sino que continuó socavando las instituciones de la democracia, y fue en la década del ’90 que reformó la Carta Magna, elevando al rango constitucional el sistema de partidos políticos y otorgándoles el monopolio de la representación popular.
Paralelamente fue la década del Consenso de Washington, fin de las ideologías y una extraordinaria práctica expulsiva de militantes de los partidos populares, portadores de demandas sociales que sus dirigentes no estaban dispuestos a escuchar, ya que se habían convertido en pulcros técnicos, que bien podrían mimetizarse con cualquier gerente de una multinacional, que sólo estaban dispuestos a administrar eficientemente la miseria de acuerdo a la lógica del dios mercado.
Pues bien, debemos decir que en esta etapa, las cosas algo han cambiado. En parte, gracias a la impronta del gobierno, y también, gracias a la movilización popular. El cambio fundamental se debió a volver a poner a la política en el lugar decisorio, desplazando a la economía, más exactamente al liberalismo económico, del lugar sagrado que había detentado en las últimas décadas. Además, puso en evidencia el agotamiento de las fuerzas tradicionales, las que se han mostrado impotentes para la construcción de un sujeto social, capaz de empujar un programa de avanzada y permitiéndonos, al mismo tiempo, concientizarnos acerca de la necesidad de poner toda nuestra energía militante en la construcción de nuevas y modernas herramientas políticas que transformen la realidad, en un sentido de progreso.
Es decir que nuestra fragmentación, atomización y lo que podríamos denominar cuentapropismo del reclamo –fruto de nuestra insoportable intolerancia y estupidez, de los hombres y mujeres del campo popular con nuestra tendencia a sobreactuar las diferencias, en vez de agruparnos en defensa de intereses comunes para entender que la pluralidad de lo diverso es nuestro principal capital– debemos comprender que es la unidad en la diversidad lo que nos dará la fuerza suficiente para poner en retroceso a las fuerzas de la reacción.
Atravesamos un tiempo en el que luchamos por volver a tornar en derechos lo que el neoliberalismo tornó servicios, a los que sólo acceden los que pueden pagárselo. La salud, la educación, la Justicia y hasta la seguridad fueron, en los ’90, convertidos en objetos suntuarios, a los que podían acceder muy pocos. Y es un enorme legado de más de 30 mil compañeros desaparecidos volver a hacer de cada derecho un motivo de militancia.
Considero que ejercitar la memoria sobre lo ocurrido, en una sociedad peligrosamente desmemoriada, es el único antídoto para evitar que el horror se repita entre nosotros. Por último, creo que hemos dejado atrás un siglo muy rico, en el que se avanzó en importantes declaraciones y sanciones legislativas, que han sido muy útiles para concientizar a la sociedad en la necesidad de universalizar la vigencia de los derechos humanos. Ahora el desafío que tenemos por delante y que va a requerir nuestra energía militante es hacer que todas esas declaraciones se cumplan efectivamente en nuestra realidad cotidiana.
Sabemos que el trabajo es complejo, pero somos optimistas, porque también sabemos, como nos enseñó Gandhi, que la única lucha que se pierde es la que se abandona. Y nosotros no estamos dispuestos a hacerlo. (Revista Veintitrés)
*Dirigente del Partido Socialista - Diputado nacional