(Publicado por la revista Debate, sabado 5 de abril de 2008)
Nadie sabe qué pasará cuando se cumplan los 30 días de suspensión del paro agropecuario. Pero lo que pasó fue grave y dejó secuelas dolorosas. Y mostró una nueva y peligrosa polarización, de esas que cada tanto despedazan a este país.
Claro que también queda alguna esperanza, aunque la cantidad de mentiras y distorsiones de estas tres semanas obligan a moderar el optimismo.
Cuando aparentemente ha terminado la batalla queda la sensación de que, a 32 años de nuestra más grande tragedia política y social, estuvimos al borde de ser conducidos nuevamente hacia el abismo. La Argentina de hoy —está a la vista— es todavía una nación trastornada, sobrada de resentimiento y en mucho peores condiciones sociales, educativas y culturales que en 1976.
Aunque ya no parecen posibles los golpes de estado, sí quedan embriones de golpismo y ahora, además, hay manipulación mediática de sobra. Lo hemos visto estos días: famosos periodistas manipularon el descontento desde supuestas objetividades periodísticas, cuando son, ya, verdaderos dirigentes opositores.
Pareciera que ni los agraristas en huelga ni el gobierno se dieron cuenta de ello. Los primeros porque los grandes diarios, la tele y la radio eran funcionales a su gesta. El segundo porque siempre se equivoca en esta materia. Desde Alfonsín, los sucesivos ocupantes de la Casa Rosada le entregaron a los multimedios un poder desmesurado. Cuando lo usan en defensa de sus intereses, entonces, no tiene sentido quejarse de “dictaduras mediáticas”. ¿Qué esperaba la Señora Presidenta? ¿Qué podía y puede esperar de los grandes diarios, la telebasura y sus opinadores a sueldo devenidos dirigentes de oposición encubiertos?
Es compartible su queja por lo tendencioso de los medios, desde ya, pero es el gobierno quien les da el poder que tienen. Cada tanto se lo renuevan por decreto. Los actores de este capítulo de la tragedia no dejaron error sin cometer. Por un lado, funcionarios que no midieron el tamaño de la protesta que se venía y dispusieron retenciones (que están bien y son necesarias, como correctamente explicó CFK más de una vez) a todos por igual en un país de desiguales (lo que es injustificable).
Esa absurda “igualdad” deslava la intención redistributiva subrayada por la presidenta. En cuyo gobierno, además, militan impresentables, lamentablemente entreverados con muchos respetables y honestos funcionarios. Y para colmo, los gobiernos K no se caracterizan por corregir errores. Al contrario, y acaso por herencia de la tara menemista, no le exigen renuncias a los torpes, inútiles o poco transparentes. Sobran ejemplos de funcionarios que crisis tras crisis siguen en sus puestos como si nada. Ahí está toda el área de Transportes como prueba.
Por si fuera poco, es el mismo gobierno el que profundiza la concentración económica y favorece las ganancias de los más grandes, al punto que muchas veces parece proteger más a los ricos que a los pobres.
Cierto que su discurso es nacional y popular, y que tuvo fuertes razones en esta puja, pero no admite que carece de plan agropecuario. Que no hay programa de desarrollo. Que la mejoría de los números no es utilizada con miras al mediano y largo plazos. Por eso insiste con trenes bala mientras la red ferroviaria sigue destruida. Por eso no coparticipa ingresos. Un proyecto de nación no se hace sin programas sensatos y mesurados. No se hace disputando con sectores a los que finalmente, casi siempre, se les hacen concesiones. Es de temer que las veremos, todavía.
Por eso el mayor absurdo de estas semanas fue ver a miles de pequeños propietarios (PP: dueños de hasta 150-200 hectáreas) fungiendo de piqueteros cerriles en favor de los grandes terratenientes, los pools sojeros, y los que arruinan la tierra con glifosatos y transgénicos que son el negocio de algunas multinacionales.
Como bien ha apuntado el economista y diputado Claudio Lozano, en el modelo sojero impuesto en la Argentina en los últimos 20 años sólo “936 propietarios controlan 35 millones de hectáreas, a razón de 38.000 cada uno, mientras casi 150.000 propietarios tienen 2.200.000 has., a razón de sólo 16 cada uno”. Esta concentración constituye de hecho una “nueva oligarquía” de “no más de 2.000 productores que controlan más del 60 % del producido de la soja” y que incluye a pools de siembra que no necesariamente ejercen control sobre la tierra pero manejan capital e insumos y arriendan los campos.
Está claro a quiénes afectan más las retenciones y los funcionarios debieron saberlo. Al menos para que la vocación redistributiva del gobierno sonara más sincera. Flaco favor le hicieron a su jefa y fue una pena, como fue una pena la confusión de los PP. Y decirlo no es acusación ni agravio. El enojo no debe dirigirse hacia ellos, aunque muchos se hayan convertido a un anticristinismo infantil.
El campesinado, aquí y en todo el mundo y en todas las épocas, fue, es y será conservador. Su concepción ideológica, e incluso su psicología, en lugar de condenada debe ser comprendida. La gran mayoría de la tierra argentina, como de la renta agraria, sigue en manos de menos de mil personas, familias o empresas. Apenas mil. La inmensa mayoría de los PP tienen intereses diferentes y no advertirlo, no aplicarles gravámenes diferenciados, fue un enorme error.
Pero no fue el gobierno el único que se equivocó. También todos los dirigentes agrarios y los miles de neocampesinos urbanos que se aglomeraron alrededor del “campo” partiendo de un error semántico. Veamos.
Gracias a una asombrosa, artesanal manipulación desde los medios, se dividió al país en “campo” de un lado y “gobierno” del otro. La distorsión (no siempre inocente) que sufrió el vocablo “campo”, incentivó la casi unánime condena mediática de la prensa y la tele más reaccionarias e instaló en rutas y centros urbanos, en cacerolazos y supuestas “puebladas”, al “campo” como sinónimo casi único de Patria. Como suma de virtudes y esencias de la nacionalidad. Tal como hacían las dictaduras, no casualmente apoyadas siempre por las oligarquías reacias a ceder, ni mínimamente, la renta agraria.
Esa apropiación del vocablo “campo” de manera sectaria, injusta y cretina, fue por lo menos chocante.
La palabra “campo” viene, según el Diccionario de la Real Academia, del latín
(terreno llano, extenso, fuera de poblado). Tiene múltiples acepciones: tierra laborable; espacio con sembrados, árboles y cultivos; terreno de juego donde se practican deportes; terreno reservado para ciertos ejercicios; ámbito real o imaginario de una actividad o conocimiento. El concepto remite a la Física, la Heráldica, la Óptica, la Informática, la Tecnología, la Lingüística y la Mitología. Por lo menos. Y además se aplica al recinto cercado para reclusos, especialmente presos políticos y prisioneros de guerra (campo de concentración), y por si fuera poco se aplica “al lugar donde hay mucha confusión y en el que nadie se entiende”. A veces es muy sabio el DRAE.
Pero aquí se instaló el vocablo resignificado casi solamente como propiedad de la tierra, y dado que en la Argentina hay miles de PP, en el amontonamiento la palabra devino sinónimo de "estancia”, de “empresario ganadero" e incluso de “pool sojero”. No ingenuamente, eso facilitó la polarización entre “campo” y “gobierno”. Eso sirvió a los antidemocráticos y a los que siempre pierden elecciones. Que rápidamente dividieron a la sociedad en dos: “contra el campo” o “a favor del gobierno”. Cretinismo puro. Multimediático, además.
Por supuesto, esa concepción del vocablo no incluía al campesino no propietario. Quedaron fuera el carpidor y el hachero, el cosechero miserable y los cientos de miles de campesinos que se hacinan hoy en los suburbios de las ciudades, en el conurbano porteño, en las afueras de Córdoba, Tucumán o Resistencia. Ésa no era, en esta huelga, “gente de campo”. Ni siquiera fueron “la gente”.
Nadie advirtió que esos campesinos —que son millones— no estarían donde están si hubiera habido planes de desarrollo agrario, trabajo digno, subsidios estatales para arraigar a millares de familias. Y si no se hubiera suplantado la mano de obra agraria por la cosechadora sojera.
Para muchos neocaceroleros urbanos de este patético marzo los miles de indigentes, desempleados, sin casa, delincuentes y drogadictos —cuyos abuelos y padres nacieron y se criaron en los surcos y oliendo bosta, hasta que fueron expulsados y condenados a vivir en villas miserias— no son “productos del campo”. Para los dirigentes políticos resucitados, como para cierta clase media, tampoco.
La concepción de “campo” se redujo a “propiedad” y ahí se mezclaron, vivos y veloces, los terratenientes. Muchos de ellos, es innegable, sinvergüenzas que no quieren ceder ni una pizca de la renta agraria, ésa que no se toca desde que somos nación y que encima los hace creerse dueños de la república, como en cada golpe de estado al que aplaudieron (y los aplaudieron a todos).
“Campo” es una palabra fundamental para los argentinos. Nada del campo nos es ajeno, y por eso nadie puede estar “a favor” o “en contra” del campo. Convendrá recordarlo la próxima vez.
A todo esto, el Movimiento Campesino de Santiago del Estero, como el de Córdoba y de otras provincias, reclamaron “memoria ante las protestas” del “campo argentino” (el encomillado es de ellos). Son decenas de miles de campesinos desheredados. Son comunidades indígenas, grupos familiares organizados en pequeños territorios en los que la tierra es, todavía, “un bien lleno de vida diversa”.
No estuvieron en silencio estos 21 días, pero casi nadie los escuchó porque la prensa y “la gente” les dieron la espalda.
Estos campesinos —quizá los más genuinos hijos del campo—condenaron en sus documentos, que se pueden leer en internet, el doble discurso de dirigentes cuyas “prácticas reproducen el modelo de saqueo y contaminación de la tierra”. Preguntaron, además: “¿qué hicieron las entidades cuando en la etapa menemista del neoliberalismo más salvaje desaparecían decenas de unidades familiares de producción agraria?” Y también: ¿qué hicieron y qué hacen las entidades agropecuarias “ante los asesinatos, cárceles, persecuciones, torturas y enfrentamiento con paramilitares y topadoras que sufren hoy miles de familias de pueblos originarios campesinos”?
Ese campo profundo, compuesto por millares de argentinos marginados, no pide eliminar retenciones. Reclama tierra, títulos limpios, agua y que no se destruya el medio ambiente. Y reclama que gobierno y productores los vean, los ayuden.
Es doloroso que esta cuestión no se resuelva pronto y bien. Sólo hacen falta voluntad política y grandeza para un Plan Agropecuario que contemple medidas como éstas:
1) No aplicar retenciones a los PP. Y más aún: deben ser subsidiados, protegidos como en todas las naciones del primer mundo. El tambero, el triguero, el algodonero, el verdadero PP que se queda en su campo, trabaja y crea empleos y hace docencia con sus hijos, merece apoyo como una pyme industrial. Ahí está el futuro de este país, que debería subsidiar determinadas producciones, como hace el mundo desarrollado precisamente para garantizar arraigo y proteger a sus chacareros;
2) Aplicar retenciones diferenciadas a medianos propietarios (¿de hasta 500-600 hectáreas?), con políticas de fomento a productos estratégicos, tanto para la exportación como para el mercado interno;
3) Aplicar las famosas retenciones móviles sólo a las grandes extensiones y a las compañías exportadoras que seguirán ganando mucho dinero (¡lo que está muy bien!) pero compartiendo rentas para el desarrollo de la nación;
4) Debería reconstituirse con urgencia la Junta Nacional de Granos, y la de Carnes; y reorganizar un organismo que centralice y controle las exportaciones en base al interés nacional;
5) En todos los casos las retenciones deben ser coparticipables, y equitativas, para que lleguen a las provincias y no sean los señores del poder central, algunos de dudosa transparencia, quienes las manejen.
Hay todavía muchos argentinos que se resisten a admitir el horror impuesto hace tres décadas por la junta militar. De hecho circulan retorcidas teorías de empate histórico en la responsabilidad de aquella violencia. En ese marco, no parece casual que este paro cruzó fechas clave como el 24 de marzo y el 2 de abril.
Vilipendiada y abusada, por ignorancia o cretinismo, nuestra Democracia cada tanto es desafiada por neogolpistas. Ya no necesitan a los militares porque ahora los gobiernos se imponen mediante el voto, pero saben muy bien que aquí se tumban presidentes mediante insurrecciones estimuladas. Ya lo vimos en las sucesivas, penosas caídas de Alfonsín, Menem, De la Rúa y Duhalde. Ninguno terminó con prestigio su período y todos acabaron, de alguna manera, corridos por puebladas, saqueos, cacerolazos, compatriotas muertos. En estas últimas semanas la protesta pudo derrapar hacia ese camino. Los patéticos cacerolazos de “apoyo al campo” fogoneados por la tele privada mostraron cómo muchos argentinos, y no precisamente los más pobres, reclamaban la renuncia de la presidenta.
Por eso firmé una solicitada junto a varios intelectuales el pasado 24 de marzo. Aunque produjo, al menos en mi ordenador, una andanada de apoyos y condenas apresurados, la firmé porque vi a mi país convertido en lo que fue durante casi un mes: una Argentina entrampada.
En democracia podemos expresarnos y todo se debate: en cada pueblo, cada esquina, cada conversación. Somos, hoy, un pueblo mucho más alerta, más comprometido y capaz de reclamar derechos. Es lo mejor de esta nación que somos. De ahí la leve esperanza que abre esta nota: la democracia resistió y salió fortalecida porque todos los sectores acabaron reconociendo la vigencia de las instituciones. El último discurso del fogoso Alfredo de Angelis fue la mejor prueba: “Nos guste o no nos guste, la Señora Presidenta es producto de la democracia”, dijo para serenar a exaltados a los que la sola mención de CFK ponía los pelos de punta.
Ojalá primen la cordura, la vocación de paz y el fortalecimiento democrático en el próximo turno. Ésa es la tarea.