Política y poder
Por Roberto Follari *
“Si los gobernantes quisieran, se acabaría la pobreza”, dicen algunos con un simplismo pasmoso. O creen que “si los gobernantes se pusieran las pilas, en unos meses acabamos con la inseguridad”. Algo más cercano a la magia y la ciencia ficción que a la realidad. En la Argentina post 2001 se convirtió en un lugar común echar la culpa de todo a los políticos, en especial a los que gobiernan. Con tan poco cuidado que no se diferencia un gobierno de otro, o se echa la culpa hoy por lo que hicieron los de ayer (caso de la ahora discutida deuda externa).
Por supuesto que la política maneja una porción del poder. Pero sólo una porción, a menudo bastante menor. Las ciencias sociales dejan en claro que, por ejemplo, para acabar con la pobreza, hay que enfrentar a múltiples poderes económicos, mediáticos y geopolíticos existentes. Y que éstos reaccionan con virulencia: véase, si no, cómo las derechas atacan a gobiernos como los de Evo Morales o Rafael Correa. Los gobiernos que no son atacados, que guardan “buenas maneras”, como en Chile, es porque han estado atados a políticas de mercado, en excelente relación con los grandes capitales.
Es cierto que hay políticos corruptos, y que hay políticas que –a veces– no quieren cambiar nada. Por algo se llegó al 2001 en Argentina: la población se hartó de corrupción e ineficacia, desde Menem a De la Rúa. Pero cuando se quiere cambiar algo desde la política, aparece el conflicto con los otros poderes establecidos, que quieren que todo siga como está, y tienen fuertes resortes para presionar a los gobiernos.
“Son poderes no asumidos por vía democrática, que no provienen de elecciones ciudadanas; poderes que no están a la vista de la población y –por ello– pocos critican. Y poderes que no se van cada cuatro o seis años: están siempre. Por ejemplo, monopolios empresariales a nivel regional o nacional, que operan hace décadas y a menudo promueven “golpes de mercado”, como aquel que volteó a Raúl Alfonsín. O los grandes propietarios rurales de la Argentina, que en su momento (1973, ley de renta potencial de la tierra) hicieron retroceder al mismo Perón en la cúspide de su gobierno.
Y está el peso de los grandes medios, en especial la TV, que sataniza o bendice según su decisión, con la ventaja de hacer creer que lo suyo es siempre verdadero (“usted lo está viendo”). Está el poder de la Iglesia, en los casos en que interviene sobre temas que son del campo de decisión civil y político (lo cual debe diferenciarse de la legitimidad de las creencias religiosas de cada ciudadano). Está el poder militar, afortunadamente subordinado al civil en los últimos tiempos. Está el poder geopolítico de las grandes potencias, especialmente Estados Unidos, que interviene desde sus embajadas, sus planes de supuesta asistencia y sus monopolios económicos. Está el poder de los organismos multilaterales de crédito (FMI, Banco Mundial), esos que rigieron las políticas argentinas por largos períodos, particularmente antes de la crisis de 2001.
Todos esos espacios operan poder propio. Cuando los gobiernos sirven a sus intereses, reina la armonía con ellos. Entonces, según la versión de “los de arriba”, hay paz y consenso. En cambio, cuando algún gobierno toca esos intereses privilegiados para imponer políticas solidarias, ellos atacan e instalan una condición política de inestabilidad y zozobra. Y lo hacen desde su lugar de pretendida neutralidad y no-política.
Ojalá superemos entonces esas ingenuidades que hacen creer que los únicos que tienen intereses en la sociedad son los políticos. Los mejores políticos son los que se enfrentan a esos poderes cerrados, permanentes y ocultos; por supuesto que terminan siendo los políticos más atacados desde esos poderes y –por ello– los que son vistos como supuestamente “conflictivos”.
No todos los políticos pueden ser reivindicados, pero reivindiquemos la política como el espacio de agregación de la voluntad colectiva para domesticar a los poderes fácticos, esos que nadie elige y que nos arman la vida. Es desde la política que podemos encarnar proyectos sociales que no estén al servicio de los poderes establecidos. Si, en cambio, tiramos la política por la ventana, seremos gobernados silenciosamente por el espacio de la economía, la televisión y la geoestrategia imperial. Es decir, nos gobernarán unos pocos, y al servicio de unos pocos.
Doctor en Filosofía, profesor de la Universidad Nacional de Cuyo. (Página 12)
Por Roberto Follari *
“Si los gobernantes quisieran, se acabaría la pobreza”, dicen algunos con un simplismo pasmoso. O creen que “si los gobernantes se pusieran las pilas, en unos meses acabamos con la inseguridad”. Algo más cercano a la magia y la ciencia ficción que a la realidad. En la Argentina post 2001 se convirtió en un lugar común echar la culpa de todo a los políticos, en especial a los que gobiernan. Con tan poco cuidado que no se diferencia un gobierno de otro, o se echa la culpa hoy por lo que hicieron los de ayer (caso de la ahora discutida deuda externa).
Por supuesto que la política maneja una porción del poder. Pero sólo una porción, a menudo bastante menor. Las ciencias sociales dejan en claro que, por ejemplo, para acabar con la pobreza, hay que enfrentar a múltiples poderes económicos, mediáticos y geopolíticos existentes. Y que éstos reaccionan con virulencia: véase, si no, cómo las derechas atacan a gobiernos como los de Evo Morales o Rafael Correa. Los gobiernos que no son atacados, que guardan “buenas maneras”, como en Chile, es porque han estado atados a políticas de mercado, en excelente relación con los grandes capitales.
Es cierto que hay políticos corruptos, y que hay políticas que –a veces– no quieren cambiar nada. Por algo se llegó al 2001 en Argentina: la población se hartó de corrupción e ineficacia, desde Menem a De la Rúa. Pero cuando se quiere cambiar algo desde la política, aparece el conflicto con los otros poderes establecidos, que quieren que todo siga como está, y tienen fuertes resortes para presionar a los gobiernos.
“Son poderes no asumidos por vía democrática, que no provienen de elecciones ciudadanas; poderes que no están a la vista de la población y –por ello– pocos critican. Y poderes que no se van cada cuatro o seis años: están siempre. Por ejemplo, monopolios empresariales a nivel regional o nacional, que operan hace décadas y a menudo promueven “golpes de mercado”, como aquel que volteó a Raúl Alfonsín. O los grandes propietarios rurales de la Argentina, que en su momento (1973, ley de renta potencial de la tierra) hicieron retroceder al mismo Perón en la cúspide de su gobierno.
Y está el peso de los grandes medios, en especial la TV, que sataniza o bendice según su decisión, con la ventaja de hacer creer que lo suyo es siempre verdadero (“usted lo está viendo”). Está el poder de la Iglesia, en los casos en que interviene sobre temas que son del campo de decisión civil y político (lo cual debe diferenciarse de la legitimidad de las creencias religiosas de cada ciudadano). Está el poder militar, afortunadamente subordinado al civil en los últimos tiempos. Está el poder geopolítico de las grandes potencias, especialmente Estados Unidos, que interviene desde sus embajadas, sus planes de supuesta asistencia y sus monopolios económicos. Está el poder de los organismos multilaterales de crédito (FMI, Banco Mundial), esos que rigieron las políticas argentinas por largos períodos, particularmente antes de la crisis de 2001.
Todos esos espacios operan poder propio. Cuando los gobiernos sirven a sus intereses, reina la armonía con ellos. Entonces, según la versión de “los de arriba”, hay paz y consenso. En cambio, cuando algún gobierno toca esos intereses privilegiados para imponer políticas solidarias, ellos atacan e instalan una condición política de inestabilidad y zozobra. Y lo hacen desde su lugar de pretendida neutralidad y no-política.
Ojalá superemos entonces esas ingenuidades que hacen creer que los únicos que tienen intereses en la sociedad son los políticos. Los mejores políticos son los que se enfrentan a esos poderes cerrados, permanentes y ocultos; por supuesto que terminan siendo los políticos más atacados desde esos poderes y –por ello– los que son vistos como supuestamente “conflictivos”.
No todos los políticos pueden ser reivindicados, pero reivindiquemos la política como el espacio de agregación de la voluntad colectiva para domesticar a los poderes fácticos, esos que nadie elige y que nos arman la vida. Es desde la política que podemos encarnar proyectos sociales que no estén al servicio de los poderes establecidos. Si, en cambio, tiramos la política por la ventana, seremos gobernados silenciosamente por el espacio de la economía, la televisión y la geoestrategia imperial. Es decir, nos gobernarán unos pocos, y al servicio de unos pocos.
Doctor en Filosofía, profesor de la Universidad Nacional de Cuyo. (Página 12)