BAE / Veinticinco años de democracia: fervor, traiciones e identidad popular / Por Eduardo Anguita
Todavía falta algo más de un año para las elecciones legislativas del 2009; sin embargo, por estos días, aún en medio de una crisis sistémica sin precedentes, algunos ya han lanzado al ruedo su intención de ser candidato a presidente en vez de serlo a diputado o senador. El desacople del calendario electoral –y del sentido común, por el momento que atraviesan las economías del mundo– no está exento del clima abiertamente contrera que vive el gobierno de Cristina Kirchner por el cual cierta prensa, vinculada con los intereses más concentrados del poder económico, quiere instalar figuras de relieve capaces de romper una regla consensuada de las democracias: el partido que gana las elecciones gobierna y los que pierden controlan, promueven leyes, critican, debaten, fiscalizan.
Pero se consumen demasiadas columnas de prensa para saber cuántos kilómetros corrió Julio Cobos o el humor con el que Elisa Carrió tomó la llegada de Rubén Giustiniani al cónclave radical de Mina Clavero. Para buscar equilibrios, qué decir de la novedad de que el talentoso Agustín Pichot salte de la pelota ovalada a ser el candidato a vicepresidente de Mario Das Neves o que Felipe Solá, hasta hace poco tiempo un candidato natural a asumir una Secretaría de Estado con Cristina, ahora sea un buen candidato presidencial de Eduardo Duhalde.
En las confecciones de jugadas de pizarrón y de trajes presidenciables hechos por habilidosos sastres se consume buena parte de las energías de quienes ocupan espacios relevantes en el poder. No sólo del poder formal sino del otro: el que se teje con los medios de comunicación que inciden a la hora de hacer campañas; el de las grandes empresas que, con muy poca transparencia, dialogan con hombres y mujeres influyentes para que sus intereses estén siempre presentes cuando alguna ley se trata, cuando algún fallo judicial puede tocar sus beneficios o cuando hay que elegir entre uno u otro candidato a tal o cual ministerio. O, por ventura, ¿todavía creemos que el gran problema del raquitismo democrático de los partidos se debe a los punteros o a los aparatos como quieren mostrar los neoliberales que analizan sólo la epidermis de nuestros conflictos? Los punteros y los aparatos, desde ya, existen, pero porque son funcionales a cierta manera de profesionalizar la política como si se tratara del arte de la cestería, la metalurgia o el comercio de granos.
Entre las filas del kirchnerismo es bastante común escuchar que la oposición es poco menos que impresentable. Y atribuyen su incapacidad de generar un polo estable opositor, en buena medida, a la falta de identidad, de proyectos y de consistencia de la dirigencia radical desgranada o de una derecha elitista, que no tiene empacho en buscar anclar sus proyectos en alianzas con referentes de los gordos del sindicalismo como Luis Barrionuevo, de menemistas polifuncionales como Ramón Puerta o el joven Cristian Ritondo.
Pero el asunto es mucho más complejo y amenaza con no mostrar soluciones a corto plazo. En una democracia, ningún partido de gobierno se favorece sin una oposición seria y coherente. Le conviene, en todo caso, que tenga menos simpatías en el electorado pero nunca le sirve que sea una bolsa de gatos.
Y se puede avanzar un paso más: si la oposición se nutre, en buena medida como pasa en la actualidad, de personalidades que desertan del oficialismo, entonces el problema no es de los otros, sino del sistema de partidos que supimos conseguir en el cual la participación orgánica popular es escasa o nula en todo el espectro, tanto entre las fuerzas que participan del Frente Para la Victoria como entre los partidos opositores.
Algunos pueden ver con satisfacción que Elisa Carrió haya creado una Coalición Cívica sólo en defensa propia, ya que significaba abandonar esa Aspiración de una República de Iguales apenas no pudo controlar a dirigentes que no comulgaban con el unicato.
Otros dirán que Rubén Giustiniani hizo muy bien en intervenir, como lo hizo, el distrito bonaerense del Socialismo antes que aceptar que buena cantidad de sus militantes se siente más cerca del oficialismo que del peligroso camino emprendido por Hermes Binner de ser tan receptivo a la dirigencia patronal agraria. Pero por fuera de cada caso que merecerá mayores o menores consideraciones hay una constante que pasa, además, en el peronismo y el radicalismo: la fragmentación y las alianzas repentinas de ciertos caudillos son un síntoma claro de la desnaturalización de los partidos políticos como mecanismo de participación social. /
NO ECHAR LAS CULPAS AL PUEBLO. Quienes participan en política dirán, con algo de razón, que comparar los niveles actuales de inserción popular de los partidos con el auge de la política en 1983 es un golpe bajo porque entonces estaba a pleno algo tan trascendente como urgente: acorralar a la dictadura militar con masividad contundente.
Pero las cifras de la participación de entonces son elocuentes acerca de la cantidad de argentinos –y argentinas– que se involucraron en las campañas de octubre de aquel año. Por empezar, aquella Argentina tenía 30 millones de habitantes, hoy estas tierras están pobladas por algo más de 40.
En consecuencia, si el caudal de interesados se mantuviera habría que contar con un 25% más de participantes. El 27 de octubre, Raúl Alfonsín convocó al Obelisco y se estima que hubo 800.000 asistentes. Al día siguiente, el peronismo reunió un millón.
Pero las urnas favorecieron ampliamente a Alfonsín, que obtuvo el 52% de los sufragios contra el 40% de Ítalo Luder.
Una polarización que encontró como contrincantes a las dos fuerzas políticas de raíz movimientista y que ofrecía la esperanza del aggiornamiento, de la participación y de la renovación dirigencial.
Pero apenas 10 años después, con el atractivo de modificar la Constitución Nacional, Carlos Menem acordó con Raúl Alfonsín la firma del llamado Pacto de Olivos que tenía de cara al público un llamado plebiscitario para que la Convención Constituyente pueda reunirse. Parece un motivo patrio incontrastable. Pero, por detrás, se gestaba un ordenamiento jurídico a la medida de la Patria sojuzgada, de la legitimación del modelo neoliberal que había entregado la Nación con la excusa de que el Estado era ineficiente y se necesitaba la savia potente de los empresarios privados. Para entonces, la prensa ya no hablaba de los militantes sino de los operadores: los hombres de la política no eran el nexo con el ciudadano de a pie sino con los abogados de las empresas, las cámaras, los lobbies y los medios.
El cerco a la participación fue tan grande como la regresión del modelo, como es lógico. Pero fue a raíz de ello que las Madres y las Abuelas se convertían en referentes de multitudes, que la Carpa Blanca de los maestros era una luz ante tanta oscuridad y que los fogoneros y piqueteros devolvían la cuota de valentía y hasta temeridad que requiere cualquier resistencia a los poderosos. Dos nuevas expresiones sindicales, la CTA y el MTA, le daban al escenario político la certidumbre de que la dirigencia gremial asociada al menemismo no se llevaría de arriba su complicidad con los negocios emergentes del modelo. /
UNA ACTUALIDAD CONTRADICTORIA. Los años del gobierno de Néstor Kirchner fueron notables para repensar la democracia argentina. Con una Argentina en llamas y protestas de toda índole, Kirchner lideró un entramado que tuvo cocción lenta. Sin represión a la demanda social, con jugadas audaces como cambiar de cuajo a la Corte de los milagros pergeñada después del Pacto de Olivos, sin pestañear a la hora de sumar a líderes piqueteros más allá del espanto de la prensa del establishment, con paritarias y otros mecanismos de redistribución después de mas 12 años de congelamiento salarial que no surgían de un Estado lejano y rico sino que eran el resultado de un nuevo entramado dirigencial, sin formas orgánicas precisas y que, como es costumbre en los movimientos populares, tomó el nombre de quien acaudilló esa etapa. El kirchnerismo tuvo una adhesión muy importante. A pocos les importaba si el Partido Justicialista estaba intervenido o si la CGT tenía sus cuerpos orgánicos al día. Fue la contracara del Pacto de Olivos, porque no se trató de dos personas que tenían la formalidad de la representación de dos partidos sino que fue un gobierno de puertas abiertas para los que estaban prohibidos o ninguneados. El Estado fue abriendo cauces. La inversión llegó a las escuelas, a las cloacas, a las rutas, a los hospitales. Insuficiente, sin planificación, pero con rumbo y liderazgo. Es cierto que los 100 días del conflicto campero significaron un golpe para el kirchnerismo. Seguramente porque, además de mostrar el hastío de los contreras, puso de relieve las debilidades que tiene todo modelo inorgánico de construcción. Las conclusiones no surgen de un día al otro y los ansiosos deberían abstenerse tanto como los acríticos.
Porque no es digno dejarse guiar por la cobardía intelectual, que muchas veces esconde intereses mezquinos. Ni tampoco sirve el que se ahoga en la verborragia de quien, ante los traspiés, sugiere apartarse y ensayar un rumbo nuevo.
PUIGGRÓS, VOLVER A LOS PENSADORES.
Dentro de un mes, el 12 de noviembre, se cumplirán 28 años de la muerte de Rodolfo Puiggrós, un verdadero pensador y militante.
Cuando tenía 50 publicó Historia crítica de los partidos políticos argentinos. Una obra fundamental, escrita por quien se había formado en el Partido Comunista y se había volcado al pensamiento nacional para hacer aportes significativos. Las 1.200 páginas de esa obra –que tras la primera edición, Puiggrós enriqueció para las sucesivas ediciones– son un aire fresco para debatir la actualidad sin el corsé de la visión cortoplacista.
“El utilitarismo que envenena las conciencias pretende que la sociedad sea una gran empresa administrada con estricto criterio contable y guiada por la moral de la mayor ganancia a la que se sacrifique cualquier otra consideración. De ese modo, la emancipación y el bienestar de los trabajadores, el desarrollo de la revolución técnico- industrial –con la finalidad de crear una economía de abundancia para toda la colectividad y no para una minoría privilegiada–, y el orgullo patriótico que ambiciona plena soberanía del suelo natal queda subordinado a un concepto abstracto e interesado del bien público que para conservar las apariencias exige sacrificios al pueblo a la vez que hipoteca y humilla al país ante los poderosos del momento”, advierte Puiggrós casi al inicio del primer tomo.
Para explicar el papel del líder, en el capítulo 34, afirma que, a diferencia del irigoyenismo, que contaba con dos décadas de tradición política hasta llegar al gobierno, el peronismo fue una rareza con apenas dos años de gestación, “por la conjunción de dos sectores sociales que se creían antípodas: el movimiento obrero y un nucleamiento nacionalista de las fuerzas armadas”.
Detrás de esto, explica Puiggrós, había una sociedad que durante la década infame, “las expresiones públicas de la cultura y la política daban la imagen de una república que seguía siendo la misma de antes de 1930. Los políticos y la intelligentzia, desconcertados por un fenómeno social que desbarataba sus planes y ambiciones de futuro, desfiguraron lo que sucedía y dijeron que se trataba de un pasajero renacimiento del caudillismo o de un trasplante del régimen imperante en Alemania e Italia que los ejércitos aliados no tardarían en derrumbar”.