"Políticas de Estado"
Por Oscar R. González*
Dos ex senadores, el peronista disidente Eduardo Duhalde y el radical independiente Rodolfo Terragno, vuelven a menear la necesidad de que las distintas fuerzas políticas acuerden políticas de Estado, entendiendo por tal un conjunto de propuestas que los gobiernos, cualquiera sea su origen y pertenencia, se comprometan obligatoriamente a respetar.
Sin prejuzgar sobre la intención coyuntural que anima a ambos dirigentes, el consenso general identifica a aquellas políticas estatales con la formulación de ciertas bases de sustento de la gobernabilidad democrática que, por definición, se consideran justas e imprescindibles.
Se trata de una categoría política -no jurídica- cuya consolidación depende de dos circunstancias: la legitimidad que alcancen tales propuestas y la relación de fuerzas vigentes al momento de su puesta en marcha.
De ahí que, aquí y en todo el mundo, las políticas de Estado han tenido un sesgo diferente según la impronta del gobierno que logra aplicarlas.
Si el sentido de justicia universal prescribe, por ejemplo, la plena vigencia de los derechos básicos a la salud, la educación, el salario y otras garantías laborales y sociales que tienen rango constitucional, es siempre la política la que determina su vigencia o su violación según el gobierno de que se trate.
Así, el derecho a la jubilación fue maltratado por la privatización del sistema previsional en tiempos de Menem-Cavallo, y la intangibilidad del salario fue abolida de hecho con el descuento que se aplicó a los empleados públicos con De la Rúa-Cavallo.
Por supuesto, sería ideal que las políticas de Estado expresen una coincidencia suprapartidaria que asegure de una vez y para siempre la inviolabilidad de esos derechos y constriña a los poderes ejecutivos, cualquiera sea su color, a tomar decisiones y aplicar medidas que los garanticen plenamente.
Pero sería ingenuo pensar que tales coincidencias se mantendrían a salvo de la puja de intereses concretos que se expresa en el conflicto por la distribución de la riqueza.
De hecho, una de las políticas públicas enunciadas por el FMI para todos los países es la autonomía de los bancos centrales, una medida que no es una política de Estado sino una medida que sirve para trasladar del Estado al mercado decisiones en materia monetaria y financiera.
La derecha ha soñado siempre con que las medidas que la favorecen sean inamovibles, de modo que ningún gobierno que se proponga reparar injusticias pueda revisarlas.
Afortunadamente, la recuperación de los fondos previsionales, la renovación de la Corte Suprema de Justicia -que en tiempos de Menem garantizaba con sus fallos el despojo-, la restitución de las negociaciones paritarias, la reanudación de los juicios contra los genocidas, la reciente asignación a la niñez y otras medidas tomadas en los últimos años, contrarían ese intento de congelar la historia en su punto de mayor inequidad. Estas son políticas de Estado.
* Dirigente socialista. Secretario de Relaciones Parlamentarias del gobierno nacional.
(Télam).
Por Oscar R. González*
Dos ex senadores, el peronista disidente Eduardo Duhalde y el radical independiente Rodolfo Terragno, vuelven a menear la necesidad de que las distintas fuerzas políticas acuerden políticas de Estado, entendiendo por tal un conjunto de propuestas que los gobiernos, cualquiera sea su origen y pertenencia, se comprometan obligatoriamente a respetar.
Sin prejuzgar sobre la intención coyuntural que anima a ambos dirigentes, el consenso general identifica a aquellas políticas estatales con la formulación de ciertas bases de sustento de la gobernabilidad democrática que, por definición, se consideran justas e imprescindibles.
Se trata de una categoría política -no jurídica- cuya consolidación depende de dos circunstancias: la legitimidad que alcancen tales propuestas y la relación de fuerzas vigentes al momento de su puesta en marcha.
De ahí que, aquí y en todo el mundo, las políticas de Estado han tenido un sesgo diferente según la impronta del gobierno que logra aplicarlas.
Si el sentido de justicia universal prescribe, por ejemplo, la plena vigencia de los derechos básicos a la salud, la educación, el salario y otras garantías laborales y sociales que tienen rango constitucional, es siempre la política la que determina su vigencia o su violación según el gobierno de que se trate.
Así, el derecho a la jubilación fue maltratado por la privatización del sistema previsional en tiempos de Menem-Cavallo, y la intangibilidad del salario fue abolida de hecho con el descuento que se aplicó a los empleados públicos con De la Rúa-Cavallo.
Por supuesto, sería ideal que las políticas de Estado expresen una coincidencia suprapartidaria que asegure de una vez y para siempre la inviolabilidad de esos derechos y constriña a los poderes ejecutivos, cualquiera sea su color, a tomar decisiones y aplicar medidas que los garanticen plenamente.
Pero sería ingenuo pensar que tales coincidencias se mantendrían a salvo de la puja de intereses concretos que se expresa en el conflicto por la distribución de la riqueza.
De hecho, una de las políticas públicas enunciadas por el FMI para todos los países es la autonomía de los bancos centrales, una medida que no es una política de Estado sino una medida que sirve para trasladar del Estado al mercado decisiones en materia monetaria y financiera.
La derecha ha soñado siempre con que las medidas que la favorecen sean inamovibles, de modo que ningún gobierno que se proponga reparar injusticias pueda revisarlas.
Afortunadamente, la recuperación de los fondos previsionales, la renovación de la Corte Suprema de Justicia -que en tiempos de Menem garantizaba con sus fallos el despojo-, la restitución de las negociaciones paritarias, la reanudación de los juicios contra los genocidas, la reciente asignación a la niñez y otras medidas tomadas en los últimos años, contrarían ese intento de congelar la historia en su punto de mayor inequidad. Estas son políticas de Estado.
* Dirigente socialista. Secretario de Relaciones Parlamentarias del gobierno nacional.
(Télam).