El extranjero
Escribe Ricardo Forster
Cualquier extranjero que intente saber algo de la realidad argentina a través de los titulares y de las informaciones de los principales medios de comunicación quedará algo desconcertado. Casi todas las noticias parecen confluir hacia un mismo objetivo: mostrar que el país está al borde del precipicio y que el Gobierno es el responsable de todos los males que asuelan a la sociedad ya que nada se escapa a su malicia ni a su impericia. Por acción u omisión desencadena sobre los pobres ciudadanos una interminable serie de catástrofes que vuelven literalmente imposible la vida cotidiana. Con titulares que se van multiplicando y que van cambiando según las necesidades del día a día, la prensa escrita y los medios audiovisuales describen un escenario de terror. El hambre, la desocupación, la violencia, el caos urbano, la crispación permanente, la sequía, el dengue, la gripe porcina, la desertización de la tierra, la caída de los precios internacionales, la bancarrota del sistema financiero, el espionaje indiscriminado, las valijas con dinero chavista, el enriquecimiento ilícito de los funcionarios, la crisis de la lechería, el enflaquecimiento del ganado, las calles rotas, los piqueteros que hace tiempo dejaron de ser simpáticas figuras (¿recuerda el amigo lector aquella consigna del 2001: ahorristas y piquetes, la lucha es una sola?) para pasar hacer una oscura amenaza, las huelgas, los exabruptos de Maradona y cuanta calamidad se le ocurra agregar al lector. Nunca una buena noticia, algo que se desmarque de tanta desolación (se le ocurre pensar, al sorprendido extranjero que nos va conociendo a través de nuestros inefables periodistas estrella o simplemente por leer la tapa del Gran Diario, que deben haber muy pocas diferencias y sí muchas similitudes entre la Argentina y Somalia). Un compendio interminable de imágenes transmitidas en cadena que nos muestran la proliferación de crímenes que convierten la existencia de cualquier habitante de Buenos Aires en una aventura de altísimo riesgo ya que apenas ponga un pie fuera del umbral de su casa entrará en una zona de guerra. Nadie ni nada está seguro ante el desencadenamiento de la anarquía generalizada.
Si ese mismo extranjero asumiera el riesgo, tal vez inconmensurable, de viajar a esta remota región del sur para comprobar con sus propios ojos las calamidades que han sido desencadenadas por el Gobierno (eso sí, preparándose con esmero como quien parte hacia la guerra y dejando bien cubiertos a los suyos por si no regresa de tamaña empresa hacia una zona de catástrofes inauditas), y si tomase como primera medida no dejarse llevar por las informaciones mediáticas –para cumplir con el protocolo de la investigación imparcial y desinteresada– tratando de internarse en la jungla argentina y así indagar de primera mano la locura que nos atraviesa y nos invade, se topará con una escena inesperada.
Caminará por las calles, conversará con la gente, entrará en los negocios, irá a alguno de los innumerables teatros de la ciudad, se detendrá a tomar un café o una cerveza y percibirá, extrañado y perplejo, que Buenos Aires es una ciudad amable, ruidosa, en la que hay que tomar algunas precauciones como en otras ciudades multitudinarias del mundo, con un tránsito tal vez menos caótico que el de Ciudad de México, el de San Pablo o el de Roma. Tendrá, seguramente, la posibilidad de observar in situ una marcha de estudiantes en apoyo de alguna huelga o, por qué no, un corte de uno de los tantos movimientos de piqueteros. Verá una escena inusual para sus ojos de extranjero más bien acostumbrados, si proviene de algún país desarrollado, a imágenes urbanas en las que difícilmente el espacio público aparece como una gran caja de resonancia de las demandas y de los conflictos de la sociedad. Sentirá que resulta hasta inverosímil que la policía no reprima a quienes cortan el tránsito (previamente ha viajado a otros países, al tan alabado Chile, por ejemplo, y comprobó de qué modo los carabineros arremeten con violencia extrema contra estudiantes secundarios o contra quienes recuerdan a Salvador Allende un 11 de septiembre); piensa en sus peripecias del último verano en Río de Janeiro cuando un batallón del ejército invadió una favela a sangre y fuego, o recuerda esas semanas de angustia que le tocó vivir en París cuando aconteció la rebelión de los jóvenes de los suburbios. Se prepara para lo peor, ya siente en la piel el miedo al desenfreno desencadenado por policías y manifestantes. Sin tiempo siquiera para arrepentirse de ese viaje riesgosísimo a un país asolado, de acuerdo a las informaciones que previamente recogió a través de Internet o de la CNN, por violencias de todo tipo, descubre, algo azorado, que los manifestantes se dedican a lo suyo, que los policías miran y no intervienen (salvo cuando les toca actuar en algún recital de rock o a favor de alguna multinacional) y que los más enojados son los automovilistas. Hasta tiene oportunidad de conversar (su castellano es bastante bueno) con algunos de los famosos piqueteros que le resultan de lo más interesantes y hasta simpáticos.
Sabe, de todos modos, que hay zonas del Gran Buenos Aires que debe conocer para llevarse otra imagen del país; también se ha informado de las necesidades no satisfechas de los sectores más pobres de la población, del mismo modo que un amigo economista le intentó explicar el largo conflicto desatado por los dueños de la tierra en el mismo momento en que su renta era extraordinaria y el apoyo incondicional que esos sectores recibieron de las clases medias urbanas que no suelen vivir de esas rentas; también escuchó del aumento de la inseguridad (noticia que le preocupó a la hora de planificar concienzudamente sus travesías urbanas), pero tuvo la impresión de que se alejaban, esas noticias alarmantes y alarmistas, de lo que él imaginaba como zonas bombardeadas y acechadas por hordas de asaltantes (incluso al comparar algunas estadísticas de grandes ciudades del mundo descubrió algo sorprendido que las ciudades argentinas, y Buenos Aires en particular, no encabezan las listas de la criminalidad ni de los asesinatos per cápita).
Más extraño le resultó el increíble caso de espionaje desatado en el Gobierno Autónomo de la Ciudad de Buenos Aires encabezado por un empresario millonario. Quedó estupefacto al enterarse de que el primer jefe policial designado al frente de la nueva Policía metropolitana –un emprendimiento anunciado con bombos y platillos y verdadero instrumento para solucionar de una buena vez los problemas de seguridad– estaba procesado por encubrimiento en la causa AMIA y que ahora, incluso, salía esposado rumbo al penal por ser parte de la red de espionaje y que su sucesor también era destituido y con serio riesgo de correr la misma suerte. ¡Alucinante! Se dijo para sí, los dos jefes de la policía echados y procesados… qué país más interesante resultaba ser la Argentina. Lo que no dejó de sorprenderlo fueron las declaraciones del jefe máximo, del antiguo presidente de Boca Juniors, recién regresado de unas vacaciones por España, que le echó toda la culpa al Gobierno nacional. Claro, pensó como quien por fin descubre lo que no entendía, ése es el problema: el Gobierno nacional es el causante de todos los males, de los reales y de los imaginarios y para cubrir sus responsabilidades tiene comprada a la prensa para que distraiga a los ciudadanos con noticias tremebundas, de esas que sólo despiertan la histeria y la neurosis de una población acechada por las peores catástrofes. Y esos jefes de policía espías y encubridores no eran otra cosa que quintacolumnistas del gobierno de Cristina Fernández dedicados a sorprender en su buena fe al intendente Macri. Así, al menos, creyó entenderlo después de leer los titulares de algunos periódicos de amplia circulación, de esos que integran la prensa seria. El problema, una vez más, era que entre lo que leía y lo que experimentaba se abría un abismo de incompatibilidades. Se propuso, para finalizar adecuadamente su viaje de exploración, apagar la televisión y la radio y dejar de leer los diarios, pero eso sí… mantendría, por cualquier cosa, las medidas de cuidado y de seguridad por si había tenido una falsa impresión y la ciudad y el país estaban, como todos decían, verdaderamente en guerra y en estado de disolución.
Escribe Ricardo Forster
Cualquier extranjero que intente saber algo de la realidad argentina a través de los titulares y de las informaciones de los principales medios de comunicación quedará algo desconcertado. Casi todas las noticias parecen confluir hacia un mismo objetivo: mostrar que el país está al borde del precipicio y que el Gobierno es el responsable de todos los males que asuelan a la sociedad ya que nada se escapa a su malicia ni a su impericia. Por acción u omisión desencadena sobre los pobres ciudadanos una interminable serie de catástrofes que vuelven literalmente imposible la vida cotidiana. Con titulares que se van multiplicando y que van cambiando según las necesidades del día a día, la prensa escrita y los medios audiovisuales describen un escenario de terror. El hambre, la desocupación, la violencia, el caos urbano, la crispación permanente, la sequía, el dengue, la gripe porcina, la desertización de la tierra, la caída de los precios internacionales, la bancarrota del sistema financiero, el espionaje indiscriminado, las valijas con dinero chavista, el enriquecimiento ilícito de los funcionarios, la crisis de la lechería, el enflaquecimiento del ganado, las calles rotas, los piqueteros que hace tiempo dejaron de ser simpáticas figuras (¿recuerda el amigo lector aquella consigna del 2001: ahorristas y piquetes, la lucha es una sola?) para pasar hacer una oscura amenaza, las huelgas, los exabruptos de Maradona y cuanta calamidad se le ocurra agregar al lector. Nunca una buena noticia, algo que se desmarque de tanta desolación (se le ocurre pensar, al sorprendido extranjero que nos va conociendo a través de nuestros inefables periodistas estrella o simplemente por leer la tapa del Gran Diario, que deben haber muy pocas diferencias y sí muchas similitudes entre la Argentina y Somalia). Un compendio interminable de imágenes transmitidas en cadena que nos muestran la proliferación de crímenes que convierten la existencia de cualquier habitante de Buenos Aires en una aventura de altísimo riesgo ya que apenas ponga un pie fuera del umbral de su casa entrará en una zona de guerra. Nadie ni nada está seguro ante el desencadenamiento de la anarquía generalizada.
Si ese mismo extranjero asumiera el riesgo, tal vez inconmensurable, de viajar a esta remota región del sur para comprobar con sus propios ojos las calamidades que han sido desencadenadas por el Gobierno (eso sí, preparándose con esmero como quien parte hacia la guerra y dejando bien cubiertos a los suyos por si no regresa de tamaña empresa hacia una zona de catástrofes inauditas), y si tomase como primera medida no dejarse llevar por las informaciones mediáticas –para cumplir con el protocolo de la investigación imparcial y desinteresada– tratando de internarse en la jungla argentina y así indagar de primera mano la locura que nos atraviesa y nos invade, se topará con una escena inesperada.
Caminará por las calles, conversará con la gente, entrará en los negocios, irá a alguno de los innumerables teatros de la ciudad, se detendrá a tomar un café o una cerveza y percibirá, extrañado y perplejo, que Buenos Aires es una ciudad amable, ruidosa, en la que hay que tomar algunas precauciones como en otras ciudades multitudinarias del mundo, con un tránsito tal vez menos caótico que el de Ciudad de México, el de San Pablo o el de Roma. Tendrá, seguramente, la posibilidad de observar in situ una marcha de estudiantes en apoyo de alguna huelga o, por qué no, un corte de uno de los tantos movimientos de piqueteros. Verá una escena inusual para sus ojos de extranjero más bien acostumbrados, si proviene de algún país desarrollado, a imágenes urbanas en las que difícilmente el espacio público aparece como una gran caja de resonancia de las demandas y de los conflictos de la sociedad. Sentirá que resulta hasta inverosímil que la policía no reprima a quienes cortan el tránsito (previamente ha viajado a otros países, al tan alabado Chile, por ejemplo, y comprobó de qué modo los carabineros arremeten con violencia extrema contra estudiantes secundarios o contra quienes recuerdan a Salvador Allende un 11 de septiembre); piensa en sus peripecias del último verano en Río de Janeiro cuando un batallón del ejército invadió una favela a sangre y fuego, o recuerda esas semanas de angustia que le tocó vivir en París cuando aconteció la rebelión de los jóvenes de los suburbios. Se prepara para lo peor, ya siente en la piel el miedo al desenfreno desencadenado por policías y manifestantes. Sin tiempo siquiera para arrepentirse de ese viaje riesgosísimo a un país asolado, de acuerdo a las informaciones que previamente recogió a través de Internet o de la CNN, por violencias de todo tipo, descubre, algo azorado, que los manifestantes se dedican a lo suyo, que los policías miran y no intervienen (salvo cuando les toca actuar en algún recital de rock o a favor de alguna multinacional) y que los más enojados son los automovilistas. Hasta tiene oportunidad de conversar (su castellano es bastante bueno) con algunos de los famosos piqueteros que le resultan de lo más interesantes y hasta simpáticos.
Sabe, de todos modos, que hay zonas del Gran Buenos Aires que debe conocer para llevarse otra imagen del país; también se ha informado de las necesidades no satisfechas de los sectores más pobres de la población, del mismo modo que un amigo economista le intentó explicar el largo conflicto desatado por los dueños de la tierra en el mismo momento en que su renta era extraordinaria y el apoyo incondicional que esos sectores recibieron de las clases medias urbanas que no suelen vivir de esas rentas; también escuchó del aumento de la inseguridad (noticia que le preocupó a la hora de planificar concienzudamente sus travesías urbanas), pero tuvo la impresión de que se alejaban, esas noticias alarmantes y alarmistas, de lo que él imaginaba como zonas bombardeadas y acechadas por hordas de asaltantes (incluso al comparar algunas estadísticas de grandes ciudades del mundo descubrió algo sorprendido que las ciudades argentinas, y Buenos Aires en particular, no encabezan las listas de la criminalidad ni de los asesinatos per cápita).
Más extraño le resultó el increíble caso de espionaje desatado en el Gobierno Autónomo de la Ciudad de Buenos Aires encabezado por un empresario millonario. Quedó estupefacto al enterarse de que el primer jefe policial designado al frente de la nueva Policía metropolitana –un emprendimiento anunciado con bombos y platillos y verdadero instrumento para solucionar de una buena vez los problemas de seguridad– estaba procesado por encubrimiento en la causa AMIA y que ahora, incluso, salía esposado rumbo al penal por ser parte de la red de espionaje y que su sucesor también era destituido y con serio riesgo de correr la misma suerte. ¡Alucinante! Se dijo para sí, los dos jefes de la policía echados y procesados… qué país más interesante resultaba ser la Argentina. Lo que no dejó de sorprenderlo fueron las declaraciones del jefe máximo, del antiguo presidente de Boca Juniors, recién regresado de unas vacaciones por España, que le echó toda la culpa al Gobierno nacional. Claro, pensó como quien por fin descubre lo que no entendía, ése es el problema: el Gobierno nacional es el causante de todos los males, de los reales y de los imaginarios y para cubrir sus responsabilidades tiene comprada a la prensa para que distraiga a los ciudadanos con noticias tremebundas, de esas que sólo despiertan la histeria y la neurosis de una población acechada por las peores catástrofes. Y esos jefes de policía espías y encubridores no eran otra cosa que quintacolumnistas del gobierno de Cristina Fernández dedicados a sorprender en su buena fe al intendente Macri. Así, al menos, creyó entenderlo después de leer los titulares de algunos periódicos de amplia circulación, de esos que integran la prensa seria. El problema, una vez más, era que entre lo que leía y lo que experimentaba se abría un abismo de incompatibilidades. Se propuso, para finalizar adecuadamente su viaje de exploración, apagar la televisión y la radio y dejar de leer los diarios, pero eso sí… mantendría, por cualquier cosa, las medidas de cuidado y de seguridad por si había tenido una falsa impresión y la ciudad y el país estaban, como todos decían, verdaderamente en guerra y en estado de disolución.