El gran protagonista del socialismo argentino
Escribe Víctor García Costa
Alfredo L. Palacios signó la vida argentina durante sesenta y cinco años. Al niño que conversó con Domingo Faustino Sarmiento, al adolescente que se trepó a la tribuna para hablar en el sepelio de José Manuel Estrada, que encontró el Socialismo en el Antiguo Testamento, que cargó en silencio y sin resentimiento con el estigma social, para su tiempo, de ser un “hijo natural”, que amó profundamente a su madre y que fue periodista a los 14 años para ayudarla a sostener su hogar, al joven que ansiaba ser secretario de Leandro N. Alem y que sacudió la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires con una tesis revolucionaria: La Miseria en la República Argentina (1900), y que fue el primer diputado socialista de América (1904), nada de la historia política y social argentina de más de medio siglo le fue ajeno.
Una concepción argentina y socialista global, omnicomprensiva, hecha letra, verbo y acción imperecedera, lo hizo acreedor definitivo y permanente de la Patria, de la Nación y de su pueblo; de las mujeres y los niños, a quienes defendió y protegió; de los trabajadores, para los cuales construyó un derecho propio, el Derecho Laboral o de los Trabajadores; del Congreso Argentino, al que transformó y llevó la voz de los sin voz; de la educación, para la que desterró las escuelas rancho y promovió los hogares escuelas; de los pueblos originarios cuyo abandono llevó al Parlamento denunciando El Dolor Argentino y la existencia de los Pueblos Desamparados; de la Universidad, cuya Reforma concretó como docente y como presidente de la Universidad Nacional de La Plata y que paseó por nuestra América; de los soldados y del Ejército, para que aquéllos no dejaran de ser ciudadanos y éste no fuera una de sometimiento, arbitrariedades y vejaciones, denunciando la criminalidad de la “obediencia debida”; de la ciencia, para la cual llevó por vez primera el laboratorio a las fábricas y probó que la fatiga era la causa principal de los accidentes de trabajo; de las artes para las cuales impulsó y defendió la obra de sus mejores creadores; de la Justicia y el Derecho a los que dio un contenido social hasta entonces desconocido, de la Soberanía Nacional llevando por primera vez al Congreso Argentino el reclamo por los derechos argentinos en las Islas Malvinas, todo en un marco de dignidad y ética inclaudicables.
Fue y es una figura irrepetible e insuperable. Nació, vivió y murió en la sobriedad de la pobreza, donando sus sueldos de profesor universitario y de legislador a la Biblioteca de la Facultad de Ciencias Económicas, que hoy lleva su nombre, y al Patronato de la Infancia. Denunció el latrocinio y la corrupción y en defensa de su honor, cada vez que fue necesario, se batió con coraje.
Había nacido el 10 de Agosto de 1878, hace 132 años. Murió el 21 de abril de 1965. Al despedir sus restos, en medio de la multitud que sólo acompaña a las figuras más queridas, recordó Carlos Sánchez Viamonte las palabras que Miguel de Cervantes puso en boca de Sansón Carrasco, dedicadas al Quijote.
Yace aquí el hidalgo fuerte, / De valiente que se advierte,
Que a tanto extremo llegó / Que la muerte no triunfó /
De su vida con la muerte.
Es tanta su obra, que la muerte de Alfredo L. Palacios fue su último paso a la inmortalidad.
Escribe Víctor García Costa
Alfredo L. Palacios signó la vida argentina durante sesenta y cinco años. Al niño que conversó con Domingo Faustino Sarmiento, al adolescente que se trepó a la tribuna para hablar en el sepelio de José Manuel Estrada, que encontró el Socialismo en el Antiguo Testamento, que cargó en silencio y sin resentimiento con el estigma social, para su tiempo, de ser un “hijo natural”, que amó profundamente a su madre y que fue periodista a los 14 años para ayudarla a sostener su hogar, al joven que ansiaba ser secretario de Leandro N. Alem y que sacudió la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires con una tesis revolucionaria: La Miseria en la República Argentina (1900), y que fue el primer diputado socialista de América (1904), nada de la historia política y social argentina de más de medio siglo le fue ajeno.
Una concepción argentina y socialista global, omnicomprensiva, hecha letra, verbo y acción imperecedera, lo hizo acreedor definitivo y permanente de la Patria, de la Nación y de su pueblo; de las mujeres y los niños, a quienes defendió y protegió; de los trabajadores, para los cuales construyó un derecho propio, el Derecho Laboral o de los Trabajadores; del Congreso Argentino, al que transformó y llevó la voz de los sin voz; de la educación, para la que desterró las escuelas rancho y promovió los hogares escuelas; de los pueblos originarios cuyo abandono llevó al Parlamento denunciando El Dolor Argentino y la existencia de los Pueblos Desamparados; de la Universidad, cuya Reforma concretó como docente y como presidente de la Universidad Nacional de La Plata y que paseó por nuestra América; de los soldados y del Ejército, para que aquéllos no dejaran de ser ciudadanos y éste no fuera una de sometimiento, arbitrariedades y vejaciones, denunciando la criminalidad de la “obediencia debida”; de la ciencia, para la cual llevó por vez primera el laboratorio a las fábricas y probó que la fatiga era la causa principal de los accidentes de trabajo; de las artes para las cuales impulsó y defendió la obra de sus mejores creadores; de la Justicia y el Derecho a los que dio un contenido social hasta entonces desconocido, de la Soberanía Nacional llevando por primera vez al Congreso Argentino el reclamo por los derechos argentinos en las Islas Malvinas, todo en un marco de dignidad y ética inclaudicables.
Fue y es una figura irrepetible e insuperable. Nació, vivió y murió en la sobriedad de la pobreza, donando sus sueldos de profesor universitario y de legislador a la Biblioteca de la Facultad de Ciencias Económicas, que hoy lleva su nombre, y al Patronato de la Infancia. Denunció el latrocinio y la corrupción y en defensa de su honor, cada vez que fue necesario, se batió con coraje.
Había nacido el 10 de Agosto de 1878, hace 132 años. Murió el 21 de abril de 1965. Al despedir sus restos, en medio de la multitud que sólo acompaña a las figuras más queridas, recordó Carlos Sánchez Viamonte las palabras que Miguel de Cervantes puso en boca de Sansón Carrasco, dedicadas al Quijote.
Yace aquí el hidalgo fuerte, / De valiente que se advierte,
Que a tanto extremo llegó / Que la muerte no triunfó /
De su vida con la muerte.
Es tanta su obra, que la muerte de Alfredo L. Palacios fue su último paso a la inmortalidad.