domingo, 12 de abril de 2009

UN DEBATE SOBRE RESPETO, DIVERSIDAD Y COMPRENSION

El laicismo favorece la convivencia

Por Marcelo O´Connor / Desde Salta

Según la definición de los interesados adversarios del laicismo, éste sería el nombre genérico a toda actitud de indiferencia oficial ante lo religioso. Más específicamente, la cuestión parecería quedar reducida al campo educativo, donde el laicismo sería una postura de estricto neutralismo frente a las religiones positivas.

Esta concepción del tema es la que está difundida a nivel popular y de ella participan personas que creen estar enroladas en cualquiera de ambos bandos. Pero es una caricatura y, como tal, posee rasgos ciertos pero exagerados y distorsionantes de la realidad.

No hay un dogma laicista, porque el dogma del antidogma sería un nuevo dogma, igual de pernicioso. El laicismo tiene sus raíces en el racionalismo y el humanismo, pero éstas no son unas corrientes de sentido unívoco dentro de la historia del pensamiento. Es más bien, con el infaltable antecedente en la cultura helénica, una permanente inquietud del espíritu humano que se resuelve en interpretaciones filosóficas contradictorias entre sí, pero colocando fundamentalmente al Hombre en el centro y a la razón como instrumento, eliminando del conocimiento todo sobrenatural misterio providencial o revelado.

El laicismo es una expresión del modernismo, lo que significa universalismo, racionalismo, creencia en la ciencia y la técnica, democracia, idea del progreso y unidad fundamental del género humano, la cultura y la historia.

Cuando el mundo, el occidental al menos, por numerosas causas, comenzó lentamente a despertar de ese prolongado período que didácticamente se denominó Edad Media, congelado en un quietismo económico, social, filosófico y religioso, se suceden revoluciones en las ciencias, las artes, en lo político y lo social. Renacimiento, Iluminismo, Reforma, Revolución Francesa, son algunos de sus hitos. El mundo se vuelve plural y ya no hay pensamiento único. Las normas que punitivamente lo consagraban y las que establecían la total sumisión de lo público y lo privado a una Iglesia única, perdieron razón de ser.

Por supuesto, ninguna institución, corporación o clase social, secular o divina, renuncia voluntariamente a sus privilegios. Esa fue y será la lucha del laicismo: borrar los resabios medievales de la sociedad.

Principio del Estado liberal ha sido la atenuación o supresión de la confesionalidad, la declaración de mutua independencia o “Iglesia libre dentro del Estado libre”. La separación de la Iglesia del Estado, que no está reñido con el cristiano principio de “dad al César lo que es del César”.
Era natural y necesario que el Estado moderno reivindicara para sí el control y regulación de su población. El simple registro público de nacimientos, muertes y contratos matrimoniales (con su eventual disolución), con todas sus implicancias en el Derecho Civil. Incluso en normativas para la igualdad de los sexos en lo civil y en el ejercicio de la patria potestad, se chocó con principios dogmáticos religiosos. Y sigue sucediendo en temas como la planificación familiar, la prevención del Sida, la eutanasia y el muy polémico aborto.

La secularización de los cementerios, rodeado de escandalosos episodios de negativas de enterramientos, y hasta la cremación, otrora condenada, fueron alternativas de un mismo proceso.

Toda educación dirigida por cualquier tipo de ideología, incluyendo también a las religiones, niega en su etapa formativa al individuo como entidad autónoma, atándolo al quietismo de las tradiciones ancestrales. En la práctica, contradicen el proclamado libre albedrío, impidiendo el libre desarrollo de la personalidad y la mente. La enseñanza laica previene en el espacio público la división y los prejuicios entre las diversidades religiosas, generadoras de violencias irracionales. De ninguna manera se trata de la negación de creencia alguna ni de hostilidad a la naturaleza religiosa del ser humano. Más que indiferentismo, es estricta neutralidad frente a la diversidad, a la que no hay que enseñar a ignorar ni temer. Por el contrario, es la enseñanza religiosa la que comete excesos tales como preconizar que quien no tenga ideas religiosas carece de moral o, en el caso de los protestantes norteamericanos, prohibir la enseñanza de las teoría evolucionistas, reemplazadas por el “diseño inteligente”, eufemismo del creacionismo.
La Iglesia Católica siempre reaccionó contra estos postulados. Pío IX con la encíclica “Quanta Cura”, con su anexo el “Syllabus” (1864), cuya lectura hoy espantaría, por su ultrareaccionarismo, a más de un devoto feligrés.

La acusación habitual, además de las consabidas secretas y diabólicas conspiraciones para destruirla, es el anticlericalismo. Si el clericalismo es, según el Diccionario de la Real Academia Española, en sus tres acepciones: “1.- Nombre que suele darse a la influencia excesiva del clero en los asuntos políticos; 2.- Intervención excesiva del clero en la vida de la Iglesia, que impide el ejercicio de los derechos a los demás miembros del pueblo de Dios; y 3.- Marcada afección y sumisión al clero y a sus directrices”; hasta lo sacerdotes, al menos los más sensatos, deberían ser anticlericales.

Pero convengamos que es cierto que en determinados países y en puntuales momentos de su historia, se suscitaron conflictos muy agudos. Pero a veces es el anticlericalismo de las cosas lo que lleva al choque frontal, más que las ideas en sí. Italia, para constituirse en Nación y Estado, forzosamente debía destruir a los Estados Pontificios y acotarlo al Vaticano. El laicismo fue una necesidad nacional y eso no quitó que los italianos sigan siendo mayoritariamente católicos. Por parecidas razones de afirmación de la identidad nacional, Bismarck combatió la influencia de la Iglesia Católica, con la singularidad de que simultáneamente lo hizo con la Internacional Socialista. La España Republicana guerreó contra un bando que la destruyó, en el que se enroló la Iglesia. Francia, el país laico por excelencia, al principio del siglo XX reafirmó sus principios liberales como República con medidas laicistas extremas y hoy lo sigue haciendo frente a la invasión cultural musulmana.

Es cierto que cada medida parcial (matrimonio civil, divorcio, etcétera) provocó disturbios, mayores o menores. Y algunas nuevas en trámite o futuras seguramente también lo harán. Pero no necesariamente debe ser así. El mundo cambia inexorablemente, independientemente que lo valoremos como para bien o para mal. Y la Iglesia, como humana institución, también lo hará.
El laicismo no es y no debe ser un grito de guerra contra ninguna creencia. Mayoritaria o minoritaria; consagrada o no. De ninguna manera es una militancia atea o agnóstica. Por el contrario, debe ser planteada por encima de todas las ideologías y creencias, abarcándolas armónicamente a todas. Porque es nada más ni nada menos que un código de convivencia humana. Es legítimo que cada religión se considere única verdadera. Es natural y de su esencia. Al dogma no se le puede pedir antidogmatismo. Pero ante la realidad social incontrovertible de que las personas resuelven individualmente profesar ideas distintas y contrapuestas, en ejercicio de la universalmente admitida libertad de conciencia con todas sus libertades consecuentes, es básico para la paz y la convivencia humana, la tolerancia mutua.

Es elemental para ello comprender que el ejercicio de cualquier derecho o libertad no debe invadir el ámbito del similar derecho del otro. Aunque ciertos fundamentalistas se resistan a admitirlo, la religión, el creer y hasta el no creer, es una cuestión privada. Nadie pretende impedir su manifestación pública ni su difusión o propaganda. Pero todos debemos respetar límites. Y si el espacio público es de todos, este debe ser neutro. Entonces, en una dependencia oficial, una ruta, una escuela o una plaza pública, no puede erigirse una imagen religiosa. Ni en el despacho del Juez, que nos juzga a todos por igual, no puede haber un crucifijo. Por la misma razón de que tampoco puede haber un retrato de Marx o del Presidente de turno.

Reducir el laicismo al anticlericalismo es bastardearlo. En determinados países es posible que la controversia sea con alguna privilegiada institución religiosa. Pero el laicismo es una bandera universal de los derechos humanos esenciales, válida en los países de tradición católica, pero no menos donde predomina el fundamentalismo evangélico protestante, como también en los Estados teocráticos, tanto los musulmanes como el israelí.

Comprendido así, el laicismo es algo más que una formulación de la concepción del Estado, un requisito educativo o el auspicio de algunas leyes sobre determinados temas. Todo eso es un laicismo estatal o paraestatal. Pero necesitamos difundir un laicismo para la sociedad. Que sea ésta la que adopte culturalmente, como norma básica de convivencia, costumbres y tradiciones de respeto mutuo, de comprensión de la diversidad, de ejercicio de la libertad. El laicismo es la bandera universal para la unidad de la Humanidad, en la Libertad, la Igualdad y la Fraternidad.-

HOMENAJE A NÉSTOR KIRCHNER

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